No llevaba ni dos minutos en la disco de la ciudad universitaria de
Praga cuando empezó a sonar “A thing called love” de Johnny Cash; todos los que
estaban en la pista empezaron a brincar, a dar palmas, a cantarla. No me lo podía
creer. Allí estaba yo en agosto de 1973 rodeado de checos que compartían
conmigo la pasión por la música de Johnny Cash y que se sabían de memoria una
de sus mas recientes y mejores canciones. Es como si estuviera soñando, ayudado
sin duda por la mucha cerveza que tenía encima.
Con lo que había ahorrado en mi primer año de trabajo como abogado
laboralista decidí irme de vacaciones por el centro de Europa. Con la mochila,
el saco, el carnet de albergues juveniles, el interail y un absoluto
desconocimiento de idiomas, quise ir a conocer que era aquello del socialismo
real, previo paso por Suiza y Austria.
La verdad es que las pase canutas. En Innsbruck dormí en una iglesia,
en el Lago Balaton al aire libre en un terraplén de la vía del tren. En Zagreb
estuve horas y horas haciendo autostop sin resultados. En Venecia compartí cama
con un japonés con más miedo que vergüenza. En Milán no convencí a una antigua
novia para que me llevara con ella en coche a Barcelona. Pero en Viena compré
algunos discos imposibles de encontrar en España de Paúl Butterfield Blues Band,
Jackson Brown, P.F.Sloan, Miles Davis y
Mikis Theodorakis.
Al llegar a Praga, primera parada en un país del socialismo real, el
alma se me cayó al suelo. Claro que venia de Berna, Salzburgo y Viena,
limpieza, variada oferta de consumo, todo pulcro, el capitalismo centroeuropeo
y la belleza inmaculada del desaforado barroco que tanto me gusta. Me sobrepuse
y tras dejar los trastos en el albergue, me fui a pasear por la vieja Praga.
Nada que ver con la que reencontré 35 años después. Era una ciudad oscura. Los
escaparates daban ganas de no entrar a comprar nada. Las fachadas de los
edificios estaban deterioradas. Y para colmo la cerveza la servían con una
especie de manguera de gasolina y a una temperatura templada; eso si, buenísima.
En un ejercicio de voluntarismo me fui a visitar el Museo de la Revolución.
No había nadie, nadie. Lo recorrí de cabo a rabo, ante la sorpresa de la guía-vigilante,
que entusiasmada por que fuera a visitarlo y porque encima fuera español, me
dijo que era viuda de un voluntario de las Brigadas Internacionales. Me llenó
de chapas, de pins, de fotos, de recuerdos varios, de Lenin, de Marx, de la revolución
rusa, algunos de los cuales aun conservo.
Desde el albergue se divisaba toda la ciudad. Después de cenar y beber
unas cuantas jarras de cerveza baratísima, localicé la especie de disco
universitaria y allí me encontré a Johnny Cash. Aquel momento mágico con la música
de uno de mis artistas preferidos, me abrió en canal una serie de reflexiones
que aun hoy sigo haciéndome sobre el poder de la música como instrumento de comunicación
entre los jóvenes por encima de fronteras, ideologías y clases sociales.
Resulta que allí estaba yo, comunista español, perteneciente a una
selecta minoría que en mi país gracias a Ángel Álvarez había accedido a la música
country, quizás la mas tradicional de los Estados Unidos, bailando con jóvenes
universitarios checos, hijos del socialismo real, seguramente muy criticos con
el sistema y que al igual que yo se enardecían con la música “del enemigo
imperialista”.
¿Y que decir de la canción? Es una de las muchas maravillosas
interpretaciones de Johnny Cash, de su época de madurez, con una letra un tanto
espesa y difícil de entender y traducir, sobre las diversas formas de
expresarse el amor. Una balada a medio ritmo, con la inconmensurable voz de
Johnny, quizás la mas hermosa del country norteamericano, con el acompañamiento
habitual e inconfundible de las guitarras, una batería discreta pero sólida y
un dialogo con un coro que repite los estribillos.
No recuerdo que más música pincharon esa noche. Sí que repitieron
algunas veces “A thing called love”. Cuando cerraron me fui a dormir con un
buen pedal tatareándola. Al día siguiente visité un excelente Museo de Pintura
medieval y del renacimiento, la Catedral, el Castillo y el barrio judío. Vi
Praga con otros ojos más positivos. En el tren que me llevaba a Bratislava iba
imaginando que pensaría Johnny Cash si supiera el entusiasmo que despertaba a
muchos miles de kilómetros de su país entre los jóvenes de Checoslovaquia,
acompañados por un chaval español de 23 años que buscaba ansioso señales de
aliento y esperanza en el socialismo real.
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