El primer semestre de
1972 fue mi estreno profesional (y político) como abogado laboralista. Los tres
primeros meses en el Despacho de General Oraa (con Javier Sauquillo, Lola González
Ruiz y Julia Marchena), los tres siguientes en el nuevo superdespacho de
Españoleto 13. Como todavía vivía en casa de mis padres, logré ahorrar casi
entero mi sueldo, aunque no era mucho, así que decidí tomar mis primeras
vacaciones por mi cuenta y hacerlo, a lo grande.
Preparé un viaje a
Suiza, Austria, Checoeslovaquia, Hungría, Yugoeslavia e Italia, durante alrededor
de 30 días. Una buena combinación de paisajes, arte y sobre todo conocer tres países
socialistas directamente, sin intermediarios. A mi madre no le hizo ninguna gracia este viaje, con 22 años ¿que iba a hacer solo por esos mundos? A mi padre le importó menos (el había vivido un curso en Alemania a esa edad), salvo la visita a tres paises comunistas, quedamos que les mandaría postales con frecuencia y ellos me escribirían a la "poste restante".
Saqué el billete
interrail, después de asegurarme que también servía para los países del Este,
al igual que el carnet para acceder a los Albergues de la Juventud (Youth
Hostel). Luego vino el tramite más complicado, conseguir los visados. En mi
reciente pasaporte, ni Hungría, ni Checoeslovaquia ni Yugoeslavia, estaban ya
excluidos de esa prohibición de entrar en “Rusia y países satélites” que
durante tres décadas figuró en los pasaportes de todos los españoles. Visité
los tres consulados para obtener las visas, no me pusieron ninguna pega, pero
en los tres me preguntaron extrañados ¿para qué quería visitar su país un joven
español de 21 años? La respuesta fue siempre la misma, conocer su cultura, su
arte, sus ciudades, sus paisajes. Conseguí las tres visas, que figuran en aquel
pasaporte que conservo todavía.
El siguiente paso fue
elegir una mochila, que no fuera ni muy grande ni muy pesada y pudiera atar a
ella mi saco de dormir sin muchos problemas. Elegir la ropa y demás equipaje
fue complicado, teniendo en cuenta que iba a estar un mes en unos países de
climas muy diversos. Por último, cambié moneda (¡que bien se viaja hoy con el magnífico
euro!) y saqué el primer billete de tren, Madrid-Ginebra vía Barcelona.
El 21 de julio por la
noche cogí el expreso a Barcelona. En pleno mes de julio el tren iba repleto y
por supuesto era imposible dormir en un compartimento de seis personas, que
entraban y salían, un recorrido en el que cada parada era anunciada por el
altavoz de la estación y en el que los pasajeros no dejaban de hablar en los
pasillos. Llegué a primera hora de la mañana a Barcelona. Estaba cansado pero
feliz de haber iniciado mi viaje. Dejé los trastos en consigna y pasé el día
dando vueltas por la ciudad, que conocía, pero muy superficialmente, en un
viaje anterior con mis padres.
Ya de noche, el tren a
Portbou. Al llegar a la frontera había que cambiar de tren, previo control de policía.
El tren francés era mucho más cómodo y sobre todo iba bastante vacío, por lo
que pude dormir unas horas tumbado a lo largo de tres asientos. Crucé ciudades mediterráneas,
que ya había conocido en otro viaje con mis padres, Nimes, Narbona,
Montpellier, hasta entrar en la zona boscosa y montañosa próxima ya a los
Alpes. Y un detalle: nada más cruzar la frontera, con un bolígrafo dibujé la
hoz y el martillo en la bandera española que tenía la mochila, una manera de identificarme,
español, pero rojo.
Llegué a Ginebra a
media mañana. Lo primero fue ir al Albergue de la Juventud a reservar cama. Comprobé
dos cosas. Que el carnet funcionaba, y que mi francés era deplorable. Paseé por
Ginebra, que también conocía de otro viaje con mis padres. Estuve largo rato
mirando el lago y el surtidor gigante, justo donde mi padre se había hecho
tantas fotos en sus viajes anuales al plenario de la OIT, formando parte de la delegación
gubernamental española.
Por fin pude dormir
bien, a pesar de que eran habitaciones colectivas con literas y muy importante,
cené y desayuné por muy poco dinero, lo que en una ciudad como aquella era
estupendo. Este Albergue, como sucedería con el Berna y el de Zúrich, era cómodo,
limpio, con buenas prestaciones y con comida variada.
Por la mañana del 23 cogí
el tren a Berna y otra satisfacción fue confirmar que el interrail funcionaba,
pero también comprobé que no entendía nada de los avisos que daban por los
altavoces en las estaciones, por lo que viajaba preocupado por si me hubiera
equivocado de tren. El viaje me fue entusiasmando cada vez más. El paisaje que
atravesaba el tren, afortunadamente no muy deprisa, era tan idílico como había visto
en las fotos y películas.
Berna me sorprendió. No
esperaba un casco antiguo tan cuidado, edificios tradicionales preciosos, el
rio Aare por el medio de la ciudad, las plazas, e iglesias, todo resultaba
bello, tranquilo y agradable, hasta el Alberge de la Juventud con un gran jardín.
Paseando por la ciudad encontré un Cine X en el que proyectaban “El Decamerón”
de Pasolini, que en España no se había estrenado. Todas las películas que había
visto suyas en cine fórums y cines de arte y ensayo en España me habían encantado.
Disfruté tanto viendo “El Decamerón”, que me quedé a dos pases, a pesar de
estar en versión italiana con subtítulos en alemán. Hoy resulta sorprendente
que una comedia vitalista como esta, hubiera estado prohibida en España y
relegada a un cine X en un país democrático y civilizado como Suiza; sus
escasas escenas eróticas serian para todos los públicos en cualquier película o
serie actual.
En el Albergue me desesperé
varias veces al no poder entender avisos e informaciones en alemán o en inglés.
Tampoco pude comunicarme con otros albergados que desconocían el idioma
castellano. Fue mi primer compromiso de aquel viaje, ¡en cuanto volviera a
España aprendería inglés!; buenas intenciones que volvería a repetirme durante
varias décadas después de cada viaje internacional y aún no he conseguido
cumplir. Lo peor es que en el mes de viaje no me crucé con ningún joven español
ni en los albergues, ni en los trenes, ni recorriendo las ciudades, con lo que
estuve casi 30 días sin apenas hablar.
El trayecto en tren de
Berna a Zúrich también atravesaba paisajes maravillosos, además hacia un tiempo
esplendido. Me bajé en Lucerna y pasé unas horas recorriendo esta preciosa
ciudad, que tanto le gustaba a mi padre y que también la había conocido unos
años atrás con la familia. Después a Zúrich.
El albergue era más
funcional y anodino y lo peor de todo las duchas eran de agua fría. Cuando fui
a bañarme un chico que estaba duchándose me dijo riendo “it´s cold!, it´s cold!”.
No comprendí lo que quería decirme (a pesar de que una de mis canciones
preferidas era y es “Cold, cold heart” de Hank Williams) hasta que abrí el
grifo y casi me da un telele. Era fría, fría. Al anochecer salí a dar un paseo
por la ciudad y de pronto escuché sirenas de coches de policía, que metían un
ruido infernal, como nunca había oído. Tres o cuatro coches pararon a unos 50
metros de donde yo estaba y empezaron a salir policías con metralletas
desenfundadas, rodearon a dos o tres personas y de malas maneras se los
llevaron detenidos, de nuevo con un ruido aparatoso. Así descubrí por
casualidad la otra cara de la limpia, pacífica y prospera Suiza.
En la tarde del día siguiente,
después de pasear por Zúrich, cogí el tren a Innsbruck. Nuevamente paisajes
formidables que se veían cómodamente desde el vagón de un tren cómodo y limpio,
en el que la única pega era el precio de cualquier bebida o comida. El tren atravesó
Liechtenstein, comprobando que efectivamente ese minúsculo estado existía.
Fueron muy pocos los días
pasados en Suiza, me gustó y me quedé con enormes ganas de volver y conocerla
en profundidad. Hasta hoy no he vuelto. Mi primer destino de mochilero había resultado
bien, a pesar de los idiomas y de mi estado de incomunicación casi permanente.