El sábado anterior al Domingo de Ramos
mi padre me levantaba a las 7 de la mañana. Desayunaba rápidamente y me ponía a
bajar el equipaje al coche, un Seat 1400 de la primera serie, que él ya había
aparcado la noche anterior a la puerta de la casa. Yo era un experto en
colocarlo en el maletero, que pronto quedaba desbordado y continuaba rellenando
todos los espacios posibles en el interior del coche, obligándonos a ir con los
pies entre paquetes. Vamos siempre como gitanos, decía mi madre.
A las ocho en punto arrancábamos. El
viaje de Madrid a Xativa, menos de 400 kilómetros y más
de 10 horas, era una sucesión de rituales religiosos y profanos. Nada mas
empezar, bajando la calle Princesa, rezábamos
un padrenuestro, un avemaría y unas cuantas jaculatorias. Al pasar por el Cerro
de los Ángeles, un credo y una salve. En Quintanar de la Orden hacíamos la primera
parada en un bar de carretera, un segundo desayuno y la primer visita al water.
En aquellos primeros años 60, circulábamos tan despacio y había tan poco
trafico, que nuestra diversión preferida era apuntar en un cuadernillo las
matriculas y marcas de los coches con los que nos cruzábamos o que nos
adelantaban. Aunque el viaje era aburrido e incomodo, nos solíamos portar bien.
Si había algún conato de pelea, mi padre, sin dejar de conducir, giraba el
cuerpo y nos daba pellizcos a mis hermanas y a mi o nos amenazaba con parar el
coche y sacudirnos unos tortazos.
La siguiente parada, ya para comer, era
en una zona de pinares pasado el pueblo de La Gineta. Un restaurante inmundo,
que a mi madre no le gustaba nada, porque los wáteres, que se encontraban en
medio del campo, estaban sucios y eso que nunca vio el de hombres, con una
puerta interior llena de dibujos y frases soeces.
La tercera y última parada era en otro
bar de carretera en la circunvalación de Almansa. Bebíamos un refresco y volvíamos
a pasar por el water. Al iniciar la bajada del Puerto de Almansa, entrando ya
en la provincia de Valencia, mi padre se ponía de excelente humor, comenzaba a
hablar en valenciano y cantábamos el Himno de Valencia, “Para ofrendar nuevas
glorias a España, nuestra región…” y el Himno de la Virgen de la Seó , patrona de Xativa, “Tuya
es Xativa, María, nuestros hijos tuyos son, tu eres reina, madre, amparo de
este pueblo soñador…”. Después de esta reafirmación valenciana y setabense, mi
madre aprovechaba el último trayecto del viaje para que rezáramos el Rosario,
los cinco misterios y la letanía, que ello recitaba íntegramente en latín y
nosotros contestábamos, “ora pro nobis”.
Al llegar a Xativa, lo primero era
visitar a mi tía Ascensión, hermana de mi abuela, fallecida antes de que mi
padre se casara, y a mi tío Andrés. Eran como el día y la noche. Ella bajita, bien
gorda, simpática, alegre y vital. Mi tío, alto y delgado como Don Quijote, tristón,
refunfuñon y pesimista. Mi tía nos ponía
al día de las novedades familiares, bodas y
noviazgos, nacimientos y fallecimientos y, lo mas importante, el estado
de situación de las peleas familiares, fundamental para luego no meter la pata
y saber si habían sido por herencias, lo mas frecuente, cuestiones de riegos o
de caza. Mi tío se quejaba sin parar de que este mundo cada vez iba a peor, que
la gente no respetaba a las personas mayores, que no había orden ni concierto, donde
terminaría todo esto.
La tía Ascensión nos tenía preparados
coca en llanda, pan quemado, arnadi, empanada y rosquillas. Nos despedíamos, cogíamos
el coche y subíamos al secano en Bixquert. Mi padre aparcaba en la replaza de
casa, bajo los pinos, y se desentendía de todo, diciendo que él ya había hecho
bastante conduciendo más de diez horas. Tenía toda la razón. Encendía un
“farias” y se ponía a hablar con Rafael, nuestro casero, sobre el estado de los
tejados, las cisternas, las viñas, los ciruelos, los huertos de naranjos o el pozo. Mientras, mi madre, con la ayuda
de Pilar, la mujer del casero, hacía las camas y deshacía el equipaje, que ya
me había encargado yo de descargar del coche. Si hacía mucho frío, encendíamos
la gran chimenea del comedor, aunque siempre tiraba mal y terminábamos ahumándonos.
Resultaba emocionante el reencuentro con
los tebeos, los libros y los juguetes, que habíamos dejado desde el verano
anterior. Sacábamos las bicicletas, y tras hinchar todas las ruedas, cosa que
hacía yo, nos poníamos a dar vueltas por la replaza. Si estaba, Rafaelin, el
hijo de los caseros, me ponía a jugar con
él y nos contábamos los chistes verdes que habíamos aprendido en el colegio en
ese curso.
Y el ultimo ritual del viaje era ir al
secano de al lado a visitar a mi tía Adela y a los primos Casesnoves, que en
aquel momento estuvieran con ella y a jugar un rato con Adelita y María Pilar,
que aunque mas pequeñas que nosotros, las queríamos mucho y lo pasábamos muy
bien con ellas.
El Domingo de Ramos bajábamos a Misa a la Seó. Lo hacíamos con
bastante antelación, por dos razones. Para coger sitio en los bancos de madera
que ocupaban algo menos de la mitad de la nave principal, ya que el resto eran
sillas de nea, muy incomodas para una ceremonia tan larga y que te obligaba a
arrodillarte en el suelo. Cada banco tenía una placa metálica señalando que
familia de Xativa lo había pagado y donado. El segundo motivo era localizar y
saludar a familiares y conocidos, siempre con gestos, porque a diferencia de lo
que sucede hoy día, en aquellos tiempos a nadie se le ocurría hablar dentro de
una iglesia y menos en voz alta y menos aun de cosas mundanas.
Mi tío Eugenio, alcalde perenne de
Xativa, vestido con el uniforme de Diputado del Movimiento Nacional tenía un asiento
preferente; aunque con el paso de los años sustituyó el uniforme por un
elegante frac. El Abad de la
Colegiata , también perenne, decía un sermón que todos nos sabíamos
ya de cabo a rabo. Y al final de la
Misa , se iniciaba la procesión de La Burreta y mientras esperábamos
en la Plaza de la Seó , aprovechaba para
encontrarme con mis primos y amigos.
El ambiente religioso de la Semana , impregnaba todo. En
la radio solo había música clásica o espacios con relatos bíblicos. No se podía
cantar, ni bailar. Todavía no teníamos televisión en el secano. Y aunque mi
madre todos los años compraba “las bulas”, que nos eximían de no comer carne los
viernes, salvo los de Cuaresma, en Semana Santa todos los días hacíamos
abstinencia. Mi padre, que era más flexible en cuestiones religiosas, hacía una
excepción con las copitas del coñac y del jerez que él mismo fabricaba
artesanalmente y yo estaba incluido en esa excepción.
Y el domingo de Pascua todo cambiaba. Subían
a nuestro secano mi tía Ascensión, el tío Andrés, la tata Teresa, mi tía María
Josefa y su novio Antonio y la perrita “Ney”. La tía Ascensión en el patio de
la casa y a la sombra del gran azufaifo, hacía una monumental paella, con
pollo, magro, conejo, alcachofas, habas, garrafones y judías verdes. Jamás he
comido paellas tan ricas como aquellas.
Por la tarde íbamos al secano del tío
Eugenio. Mi tía Carmen, siempre amorosa, nos tenía preparados a los niños una
mona de pascua, con el huevo duro, unas onzas de chocolate y una longaniza, Después
de “rodar la mona” por el suelo y de merendárnosla, los chicos nos íbamos a
correr por las viñas, jugando a policías y ladrones, hasta bien entrada la
noche.
Al día siguiente, lunes de Pascua, nos volvíamos
a Madrid, haciendo el mismo ritual de viaje, solo que al revés.
Un año hubo una novedad. Al cruzar la Plaza de Legazpi, ya casi de
noche, estaba llena de policías armados a pie, a caballo y en jeeps y nutridos
grupos de obreros dando vueltas por las aceras. Algo estaba empezando a cambiar
en España.
Unos cincuenta años más tarde, contar
estas historias puede sonar a prehistórico a mis hijos, Javier y Juan, y no digamos a mi nieta Violeta. Y sin
embargo hay que conocerlas para saber como éramos antes en comparación a como
somos ahora, porque en definitiva están muy lejos y a la vez muy cerca.
(En
recuerdo de Esperanza Maravall, que mereció disfrutar una vida mucho mejor que
la que tuvo)
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