viernes, 18 de abril de 2014

LA SEMANA SANTA CUANDO ERA NIÑO


El sábado anterior al Domingo de Ramos mi padre me levantaba a las 7 de la mañana. Desayunaba rápidamente y me ponía a bajar el equipaje al coche, un Seat 1400 de la primera serie, que él ya había aparcado la noche anterior a la puerta de la casa. Yo era un experto en colocarlo en el maletero, que pronto quedaba desbordado y continuaba rellenando todos los espacios posibles en el interior del coche, obligándonos a ir con los pies entre paquetes. Vamos siempre como gitanos, decía mi madre.

A las ocho en punto arrancábamos. El viaje de Madrid a Xativa, menos de 400 kilómetros y más de 10 horas, era una sucesión de rituales religiosos y profanos. Nada mas empezar, bajando la calle Princesa,  rezábamos un padrenuestro, un avemaría y unas cuantas jaculatorias. Al pasar por el Cerro de los Ángeles, un credo y una salve. En Quintanar de la Orden hacíamos la primera parada en un bar de carretera, un segundo desayuno y la  primer visita al water.

En aquellos primeros años 60,  circulábamos tan despacio y había tan poco trafico, que nuestra diversión preferida era apuntar en un cuadernillo las matriculas y marcas de los coches con los que nos cruzábamos o que nos adelantaban. Aunque el viaje era aburrido e incomodo, nos solíamos portar bien. Si había algún conato de pelea, mi padre, sin dejar de conducir, giraba el cuerpo y nos daba pellizcos a mis hermanas y a mi o nos amenazaba con parar el coche y sacudirnos unos tortazos. 

La siguiente parada, ya para comer, era en una zona de pinares pasado el pueblo de La Gineta. Un restaurante inmundo, que a mi madre no le gustaba nada, porque los wáteres, que se encontraban en medio del campo, estaban sucios y eso que nunca vio el de hombres, con una puerta interior llena de dibujos y frases soeces.

La tercera y última parada era en otro bar de carretera en la circunvalación de Almansa. Bebíamos un refresco y volvíamos a pasar por el water. Al iniciar la bajada del Puerto de Almansa, entrando ya en la provincia de Valencia, mi padre se ponía de excelente humor, comenzaba a hablar en valenciano y cantábamos el Himno de Valencia, “Para ofrendar nuevas glorias a España, nuestra región…” y el Himno de la Virgen de la Seó, patrona de Xativa, “Tuya es Xativa, María, nuestros hijos tuyos son, tu eres reina, madre, amparo de este pueblo soñador…”. Después de esta reafirmación valenciana y setabense, mi madre aprovechaba el último trayecto del viaje para que rezáramos el Rosario, los cinco misterios y la letanía, que ello recitaba íntegramente en latín y nosotros contestábamos, “ora pro nobis”.

Al llegar a Xativa, lo primero era visitar a mi tía Ascensión, hermana de mi abuela, fallecida antes de que mi padre se casara, y a mi tío Andrés. Eran como el día y la noche. Ella bajita, bien gorda, simpática, alegre y vital. Mi tío, alto y delgado como Don Quijote, tristón, refunfuñon  y pesimista. Mi tía nos ponía al día de las novedades familiares, bodas y  noviazgos, nacimientos y fallecimientos y, lo mas importante, el estado de situación de las peleas familiares, fundamental para luego no meter la pata y saber si habían sido por herencias, lo mas frecuente, cuestiones de riegos o de caza. Mi tío se quejaba sin parar de que este mundo cada vez iba a peor, que la gente no respetaba a las personas mayores, que no había orden ni concierto, donde terminaría todo esto.

La tía Ascensión nos tenía preparados coca en llanda, pan quemado, arnadi, empanada y rosquillas. Nos despedíamos, cogíamos el coche y subíamos al secano en Bixquert. Mi padre aparcaba en la replaza de casa, bajo los pinos, y se desentendía de todo, diciendo que él ya había hecho bastante conduciendo más de diez horas. Tenía toda la razón. Encendía un “farias” y se ponía a hablar con Rafael, nuestro casero, sobre el estado de los tejados, las cisternas, las viñas, los ciruelos, los huertos de naranjos  o el pozo. Mientras, mi madre, con la ayuda de Pilar, la mujer del casero, hacía las camas y deshacía el equipaje, que ya me había encargado yo de descargar del coche. Si hacía mucho frío, encendíamos la gran chimenea del comedor, aunque siempre tiraba mal y terminábamos ahumándonos.

Resultaba emocionante el reencuentro con los tebeos, los libros y los juguetes, que habíamos dejado desde el verano anterior. Sacábamos las bicicletas, y tras hinchar todas las ruedas, cosa que hacía yo, nos poníamos a dar vueltas por la replaza. Si estaba, Rafaelin, el hijo de los caseros, me  ponía a jugar con él y nos contábamos los chistes verdes que habíamos aprendido en el colegio en ese curso.

Y el ultimo ritual del viaje era ir al secano de al lado a visitar a mi tía Adela y a los primos Casesnoves, que en aquel momento estuvieran con ella y a jugar un rato con Adelita y María Pilar, que aunque mas pequeñas que nosotros, las queríamos mucho y lo pasábamos muy bien con ellas.  

El Domingo de Ramos bajábamos a Misa a la Seó. Lo hacíamos con bastante antelación, por dos razones. Para coger sitio en los bancos de madera que ocupaban algo menos de la mitad de la nave principal, ya que el resto eran sillas de nea, muy incomodas para una ceremonia tan larga y que te obligaba a arrodillarte en el suelo. Cada banco tenía una placa metálica señalando que familia de Xativa lo había pagado y donado. El segundo motivo era localizar y saludar a familiares y conocidos, siempre con gestos, porque a diferencia de lo que sucede hoy día, en aquellos tiempos a nadie se le ocurría hablar dentro de una iglesia y menos en voz alta y menos aun de cosas mundanas.

Mi tío Eugenio, alcalde perenne de Xativa, vestido con el uniforme de Diputado del Movimiento Nacional tenía un asiento preferente; aunque con el paso de los años sustituyó el uniforme por un elegante frac. El Abad de la Colegiata, también perenne, decía un sermón que todos nos sabíamos ya de cabo a rabo. Y al final de la Misa, se iniciaba la procesión de La Burreta y mientras esperábamos en la Plaza de la Seó, aprovechaba para encontrarme con mis primos y amigos.

La Semana Santa transcurría entre los Oficios de Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo, el recorrido para visitar y rezar en los “Monumentos” de todas las Iglesias, Santos Juanes, San Pedro, San Agustín, Santa Tecla, El Carmen y los Conventos de la Calle Moncada y lo mejor de todo, las procesiones. Ya he escrito un post sobre mi participación como “costalero” a partir de los 15 años en la Cofradía de la Virgen de la Soledad, la de los chicos bien de Xativa. Me encantaba.

El ambiente religioso de la Semana, impregnaba todo. En la radio solo había música clásica o espacios con relatos bíblicos. No se podía cantar, ni bailar. Todavía no teníamos televisión en el secano. Y aunque mi madre todos los años compraba “las bulas”, que nos eximían de no comer carne los viernes, salvo los de Cuaresma, en Semana Santa todos los días hacíamos abstinencia. Mi padre, que era más flexible en cuestiones religiosas, hacía una excepción con las copitas del coñac y del jerez que él mismo fabricaba artesanalmente y yo estaba incluido en esa excepción.

Y el domingo de Pascua todo cambiaba. Subían a nuestro secano mi tía Ascensión, el tío Andrés, la tata Teresa, mi tía María Josefa y su novio Antonio y la perrita “Ney”. La tía Ascensión en el patio de la casa y a la sombra del gran azufaifo, hacía una monumental paella, con pollo, magro, conejo, alcachofas, habas, garrafones y judías verdes. Jamás he comido paellas tan ricas como aquellas.

Por la tarde íbamos al secano del tío Eugenio. Mi tía Carmen, siempre amorosa, nos tenía preparados a los niños una mona de pascua, con el huevo duro, unas onzas de chocolate y una longaniza, Después de “rodar la mona” por el suelo y de merendárnosla, los chicos nos íbamos a correr por las viñas, jugando a policías y ladrones, hasta bien entrada la noche.

Al día siguiente, lunes de Pascua, nos volvíamos a Madrid, haciendo el mismo ritual de viaje, solo que al revés.

Un año hubo una novedad. Al cruzar la Plaza de Legazpi, ya casi de noche, estaba llena de policías armados a pie, a caballo y en jeeps y nutridos grupos de obreros dando vueltas por las aceras. Algo estaba empezando a cambiar en España.

Unos cincuenta años más tarde, contar estas historias puede sonar a prehistórico a mis hijos, Javier y Juan,  y no digamos a mi nieta Violeta. Y sin embargo hay que conocerlas para saber como éramos antes en comparación a como somos ahora, porque en definitiva están muy lejos y a la vez muy cerca.

(En recuerdo de Esperanza Maravall, que mereció disfrutar una vida mucho mejor que la que tuvo)



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