lunes, 28 de agosto de 2017

DE MOCHILERO POR CENTRO EUROPA: Y 5) ITALIA


El cruce de la frontera entre Yugoslavia e Italia fue más lento de lo que yo había pensado; llegue a la estación de tren de Venecia ya de noche. No sabía muy bien que transporte tomar hasta la isla de la Giudecca,  donde estaba el Albergue de la Juventud, así que me dirigí a preguntar a una oficina de Información en la misma estación.

Rápidamente pude entender que el Albergue estaba completo y que era muy difícil encontrar cualquier tipo de alojamiento: estábamos en pleno “ferragosto” y además en el apogeo de la Biennale de Arte. Primera noticia de lo que era el “ferragosto” y desconocía que la Biennale (de la que había leído un reportaje de Moreno Galván en la revista Triunfo) tuviera tanto tirón. Al ver mi cara de absoluta desolación, la chica de la oficina se brindó a rebuscar algún sitio para pasar al menos la primera noche. Estuve esperando un rato, junto a más chicos que iban llegando en busca de lo mismo.

Por fin me indicó que había encontrado una habitación en una pensión bastante céntrica y cercana, pero…tenía que compartirla con un chico japonés que estaba también a la espera. No me hacía ninguna gracia, pero no tenía otro remedio. Allí que nos fuimos los dos y como era previsible el japonés solo hablaba inglés, así que nuestra comunicación fue nula. Lo que no nos habían dicho en la oficina de información es que teníamos que compartir una cama de matrimonio muy bien avenido. No es que me importara mucho, pero me dio la paranoia un tanto xenófoba por si me robaba mientras yo dormía y se largaba. Apenas descansé y cuando desperté, él estaba delante de mi vestido y preparado para marcharse. Mi cartera estaba en el bolsillo de mi pantalón aparentemente intacta. Nos despedimos escuetamente.

Era bastante temprano. Cogí un vaporetto rumbo a la Giudecca. Tuve suerte. Había plaza para esa noche y la siguiente. Ya tranquilo, aunque asfixiado de calor, volví al centro de la ciudad. Lo primero fue visitar San Marcos, la plaza y la basílica. Aunque la había visto decenas de veces en fotografías o películas, quedé deslumbrado por su armoniosa belleza. Recorrí las calles y canales, las iglesias y palacios. Había turismo, pero nada que ver con el que Elena y yo encontraríamos 35 años después. Visité la exposición de la Biennale, en la misma plaza de San Marcos. Disfruté con un arte de vanguardia del que no había posibilidad alguna de acceder en mi país, aunque tuve la doble satisfacción de ver obras de algunos artistas españoles y que además eran de izquierdas y solidarios con la lucha antifranquista.

Me senté a comer pasta en la trattoria más barata de la plaza. Era un lujazo que merecía la pena darse. De pronto apoyada en una columna próxima vi a una chica y pensé, “como se parece a mi hermana Elisa”, aunque rápidamente deseché la idea, porque sabía que ese verano se había ido a Inglaterra a trabajar. Se le acercaron dos chicas y un chico más y todos me resultaron familiares. Efectivamente era Elisa. Sorprendido e ilusionado la llamé en voz alta. Su sorpresa fue también enorme. Resultaba que se habían venido a pasar el fin de semana a Venecia, en un vuelo barato desde Londres.

Allí estaba con la simpática y divertida Pilar del Castillo (entonces militante de Bandera Roja en la Facultad de Derecho y años más tarde Ministra de Educación con José María Aznar), con Elena Sandoval y Eduardo Elizalde, una cariñosa pareja, con la que me había relacionado en Valencia cuando estuve deportado en el estado de excepción de 1971, (ella hija del entrañable dirigente del PCE José Sandoval y él hermano pequeño de José María Elizalde, uno de los máximos dirigentes universitarios del PCE y en cuya casa, ya siendo profesor, nos reuníamos los escasos estudiantes comunistas de la facultad).

Después de las risas y los abrazos, se empezaron a meter conmigo por el sitio donde estaba comiendo macarrones; ellos que habían dormido en un parque y comido solo un bocata con mucho pan y poca sustancia. Me acompañaron al Albergue. Eduardo cogió plaza y ellas tres decidieron colarse en las habitaciones buscando cama libre a partir de medianoche. El calor extremo vino en su auxilio. Cuando después de pasear por la Giudecca regresamos los cinco al Albergue, nos encontramos con que todo el paseo entre el edificio del Albergue y el borde del Canal estaba con colchones y la gente durmiendo al aire libre. La organización (al fin y al cabo estábamos en Italia) había permitido esa medida dado el calor que hacía dentro del edificio. Por segunda noche consecutiva dormí poco y mal. Por la mañana Elisa y compañía se fueron y yo seguí recorriendo Venecia, incluida la visita a la decepcionante playa del Lido.

Un día después la llegada a Milán fue igualmente con mucho calor. No recuerdo nada del Albergue, salvo que estaba céntrico. Lo que si recuerdo es que todas las paredes de la ciudad estaban empapeladas con carteles convocando "sciopero", palabra que no conocía pero que enseguida deduje que se refería a una huelga. Había convocatorias de todo tipo y de numerosas ramas y empresas y la inmensa mayoría convocadas por la CGIL, el sindicato de referencia de CCOO. Había también numerosas pintadas y carteles políticos de la izquierda italiana y en especial del PCI. Aquella efervescencia política y sindical, me levanto muchisimo la moral, tras la penosa sensación recibida en los tres países del "socialismo real" que había visitado.

En mis planes iniciales estaba volver a España con Maye, mi antigua novia de Facultad y su amiga Nines, que estaban viajando por Italia en un Seat 600. Así que después de conocer el Duomo, incluido un paseo por el maravilloso tejado, las Galerías Vittorio Emanuele y el centro de Milán, decidí gastarme casi todo el dinero que me quedaba en comprar en la tienda mitica de Feltrinelli algunos de esos discos inencontrables en España: Jackson Browne, Paul Butterfield Blues Band, P.F.Sloan, Judy Collins, Tom Rush y “The Hostage” de Miki Theodorakis.

Tal y como habíamos acordado, nos encontramos Maye, Nines y yo en el Albergue. Me dijeron que no podía ir con ellas a Madrid. Llevaban el coche repleto y yo no cabía de ninguna manera, ni siquiera podían llevarse mi mochila. La verdad es que podían haber hecho un esfuerzo, pero comprendo que hubiera sido un viaje incómodo para los tres. Aunque también es cierto que su amiga, que era la dueña del coche y la que conducía, no me tenía especial simpatía.

No me quedó más remedio que regresar en tren y sin dinero. El trayecto Milán-Barcelona fue largo, asfixiante y tan solo comí un bocadillo a medio camino y otro al llegar a Barcelona. Desde allí trasbordo a Madrid donde amanecí desfallecido, pero contento del viaje realizado.

Habían sido casi 30 días maravillosos, divertidos, a ratos angustiosos, un poco solitarios, siempre muy instructivos. En aquel viaje empecé a comprender poco a poco lo que era Europa y la imperiosa necesidad de aprender inglés.





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