En el vagón casi vacío de pasajeros, entraron los policías fronterizos checos. Me saludaron con aspecto cordial, revisaron mi pasaporte con el visado, le pusieron un sello y continuaron.
Por fin había cruzado “el
telón de acero”, sin aparentes cambios a la vista. El paisaje era igual y los
pueblos que atravesábamos no se diferenciaban de forma apreciable de los
austriacos. Pronto nos fuimos acercando a Praha. Barrios dormitorio con bloques
de edificios de 6 u 8 pisos, no especialmente bonitos, pero dignos. La estación
de Praha era antigua, estaba bien conservada y decorada con estrellas rojas.
Salí a la calle y rápidamente
aprecié las diferencias en la ropa de los peatones y en los modelos de los
coches. Era como retroceder a la España de finales de los años 50 o principios
de los 60. No tuve más remedio que dirigirme a una pareja joven de aspecto simpático
con un papel en el que figuraba escrito en checo el “albergue de la juventud” y
la dirección. Se desvivieron por explicármelo en checo y no les entendía nada,
lo intentaron en alemán y tampoco, por fin ellos comprendieron que era español
y chapurreando italiano deduje que estaba lejos de allí, que debería coger un tranvía
y el número y parada.
Subí al tranvía y de
nuevo el problema a la hora de pagar el billete. Hasta que le di al cobrador
dinero para que el mismo lo cobrara. Le enseñé también el papel con la dirección,
me soltó una parrafada y me indicó que me sentara. Los pasajeros me miraron con
cara entre curiosa y agradable. Al cabo de un rato, después de haber cruzado el
rio e ir subiendo hacia el Castillo (Prazsky hrad), tanto el cobrador como
algunos pasajeros me indicaron que me bajara y me señalaron hacia donde tenía
que ir. Y llegue al Albergue de la Juventud, situado en un lugar con estupendas
vistas de Praha y en medio de lo que parecía un Campus Universitario. No era
tan moderno y tan bien equipado como los que había conocido en Suiza y Austria,
pero no estaba mal y la información estaba en checo, alemán, inglés y ruso.
Cuando me instalé en mi
litera, sentí una enorme satisfacción: mis primeros pasos en Checoslovaquia habían
ido bien, no me podía quejar.
Cogí de nuevo el tranvía
y bajé hasta el centro de la ciudad. Praha era imponente pero muy oscura. Los
edificios tenían el color gris o negruzco del paso de los muchos años sin haber
recibido ni una restauración ni siquiera una mano de pintura. Las iglesias, los
palacios, los edificios públicos eran tan hermosos como los de Viena, aunque
con un estilo propio con más influencia eslava, pero su belleza estaba
oscurecida. Recorrí las calles comerciales y las diferencias, no ya con lo que había
conocido en Austria y Suiza sino también con España, eran notabilísimas. Tiendas
de muebles, ropa y electrodomésticos con escaparates sin ninguna gracia ni
atractivo, ni un anuncio luminoso, los maniquís absolutamente kitsch, como de hacía
50 años. A diferencia de Viena, no apetecía entrar en ninguna tienda y desde
luego comprar ninguna ropa, a pesar de que todo era muchisimo más barato. Era
evidente que allí no había llegado la sociedad de consumo, ni siquiera la
limitada que teníamos todavía en España.
Entré en una cervecería
en la Plaza de Wenceslao. Me sirvieron una imponente jarra de cerveza, de un
litro, con una manguera parecida a las de las gasolineras. La segunda sorpresa
es que en pleno verano la cerveza estaba del tiempo. ¡Pero que cerveza más
rica! No había tomado nunca una igual. Pedí una inmensa salchicha con chucrut, también
excelente. Y cayó una segunda jarra. Era tan, tan barata y además no se subía
nada a la cabeza. Salí de la cervecería ya anochecido y las calles tenían una
baja iluminación, como muchos años después encontré en la mayoría de las
ciudades iberoamericanas.
Volví al Albergue y en recepción
vi un cartel de anuncio de una discoteca en las cercanías. Y allí que me fui,
aprovechando el buen cuerpo que me había quedado con la cerveza. La discoteca
sí que era igual que las que yo conocía en España, todo era igual, la actitud
de la gente, la barra, la iluminación, hasta la música. De pronto empezó a
sonar “A thing called love” una fantástica canción de Johnny Cash, que me
encantaba y que era muy actual. Mi sorpresa fue inmensa; ¡todos se pusieron a
brincar mientras la cantaban a coro en inglés, se la sabían entera! Se me puso
el vello de punta y sentí una enorme emoción. Allí en Praha, en otro mundo, en
otra sociedad, había algo común para quienes éramos jóvenes: la música. Aprovechando
la coyuntura intente ligar, pero hasta ahí no llegaba la comunidad de gustos y
sentimientos.
Esa noche dormí fatal
en el Albergue. Tenía la cabeza y el corazón revueltos con mi primer día en
Praha.
Al día siguiente fui al
Museo Nacional de Pintura, cercano al Castillo. Me impresiono conocer una
inmensa colección de pintura románica, gótica, renacentista, absolutamente
desconocida para mí. Entré en la imponente Catedral de San Vito, anduve por los
alrededores del Castillo, bajé de nuevo al centro cruzando el Puente Carlos, me
senté un rato en la preciosa Plaza Vieja, callejeé por el magnifico barrio judío
con edificios de estilo modernista... En una calle de segundo orden me encontré
el “Museo de la Revolución” y claro decidí visitarlo.
Parecía cerrado, pero salió
una señora viejecita, bajita, con el
pelo blanco y recogido en un moño. Con una cara feliz me animó a entrar. Me
preguntó en ingles de dónde era, al saber que era español su alegría fue enorme
y me contó en un español cubanizado que su marido había sido voluntario en las
Brigadas Internacionales y que hasta su muerte, hacia unos años siempre había recordado
aquella experiencia. Puestos a hacernos confidencias le dije que yo era
militante del Partido Comunista de España. Recorrí el museo, siendo el único visitante.
Estaba dedicado a las luchas políticas y sociales en el país durante el siglo
XIX y primera mitad del XX; la historia se detenía en 1948 cuando se instauró
por las bravas la democracia popular. Me sorprendió las muchas y duras luchas y
la represión sufrida durante muchos años por la clase obrera y la izquierda
checa. La abuelita me dijo con pena que tenían muy pocas visitas. Antes de irme
me regaló numerosos pins, postales, medallas, etc. con motivos revolucionarios,
que después escondi en mi mochila (para poder entrarlas en España), algunos de
los cuales aún conservo.
Salí a la calle con una
visible depresión por una revolución encerrada en un museo y sin nadie que la
fuera a visitar. La ciudad era suficientemente bella como para distraer mis lúgubres
sensaciones. Esa noche tampoco dormí bien.
Al día siguiente marché
a Bratislava. Tengo ya pocos recuerdos. Su centro histórico, con sus torres, su
castillo y sobre todo el inmenso cauce del Danubio con unos puentes tremendos y
barcos de pasajeros en las orillas.
Cuando cogí el tren
hacia Budapest, iba dándole vueltas a mi primera visita a un país socialista.
No había visto pobreza, pero nada de lo que había conocido me resultaba
atractivo para defenderlo en mi país y eso que iba preparado. Los comunistas
españoles no nos identificábamos con el socialismo real; nuestro modelo de
socialismo en libertad tenía poco que ver con aquello y habíamos sido
profundamente críticos con la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de
Varsovia. Pero constatarlo en vivo y en directo me resultó muy duro.
Treinta y cinco años después
volvimos a Praha. Era una ciudad deslumbrante. La mano de pintura y la rehabilitación
resaltaban toda su belleza antes oscurecida. No quedaba ni rastro de la revolución
y sí miles y miles de agobiantes turistas. Había mendigos y homeless. En el
metro una panda de exmilitares kosovares, según me dijo la policía, me rodearon
y robaron la cartera y la documentación. En la comisaria había bastantes más víctimas
ante la pasividad de los funcionarios. Pura sociedad de consumo.
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