Llovía a mares cuando salí
de la estación de Innsbruck. No se me había ocurrido llevar un paraguas y tan
solo tenía un fino impermeable. Llegué bastante empapado al Youth Hostel en
cuya recepción había un grupo de chicos, esperando no sabía muy bien qué. Con dificultad
logré enterarme que el Albergue estaba lleno; había salido demasiado tarde de Zúrich
y no tuve en cuenta que Innsbruck, como me sucedería después en otras ciudades,
era un destino turístico con mucha demanda de plazas, tan baratas y cómodas
como los Albergues de Juventud.
Me quedé hundido ante
la perspectiva de tener que buscar una pensión con la lluvia que estaba
cayendo, en una ciudad que no conocía y con unos precios que seguramente me resultarían
excesivos. La recepcionista viendo mi aspecto desolado, me habló y habló y yo
no entendía prácticamente nada, tan solo repetía una palabra que sí conocía, “Church”,
pero que me descolocaba aun más. Por fin, con la ayuda de algún otro chaval, llegué
a la conclusión que nos podían alojar en una iglesia cercana, para al menos
dormir bajo techo y además podíamos cenar en el Albergue.
Y así fue. Resultaba
pintoresca la escena. Alrededor de 20 jóvenes durmiendo en una iglesia con unos
imponentes altares barrocos. Cogí el saco de dormir, que hasta ese momento no había
utilizado, y me tumbé en un banco. No conseguía dormir y aun no se me había secado
la ropa. Durante varias horas estuve probando diversos lugares para acostarme,
el suelo, las escaleras del altar mayor, hasta que terminé en el pasillo
central que tenía una alfombra relativamente mullida. Me consolaba ver como a
otros chicos les pasaba lo mismo que a mí. Al menos podíamos usar un wáter adosado
a la sacristía. A las 7 y media de la mañana nos despertaron amablemente porque
tenía que empezar el culto religioso.
Ya no llovía y aunque
estaba molido, me puse a recorrer la ciudad, aun más bella que todo lo que había
visto hasta entonces. Para no repetir la experiencia y no llegar tarde, cogí el
tren a Salzburgo a la hora de comer. Estaba muerto de sueño y tentado de dormir
un rato, pero el paisaje era tan precioso que no quise perdérmelo, ya dormiría por
la noche. Descubrí que pasaban un carrito con comida por los vagones del tren,
no pude resistir, me compré un riquísimo perrito caliente con una salchicha
imponente y nada caro.
Estaba impaciente por
conocer Salzburgo, con tantas connotaciones musicales. Una vez asegurada la
plaza en el Albergue y ya sin el equipaje empecé a callejear. Apareció una
tienda de jazz, impresionante, todos esos discos que posiblemente nunca encontraría
en España y que representaban la historia del jazz, estaban allí. Resistí la tentación,
me había propuesto no comprar nada de música hasta el final del viaje, si es
que me sobraba dinero.
Pero los Santos
protectores de los amantes de la música que no tienen dinero me compensaron rápidamente.
En una plaza del casco antiguo, no recuerdo bien si donde estaba la casa donde vivió
Mozart, se celebraba un concierto de
piano al aire libre y no me lo podía creer, se trataba nada menos que de
Friedrich Gulda, uno de los mejores músicos de formación clásica, que en sus interpretaciones
de grandes composiciones clásicas hacia incursiones en el jazz, que no siempre
eran bien aceptadas por los puristas. Había gente, pero no excesiva, no creo que
pasáramos mucho de cien personas; no me moví hasta que terminó, propinas
incluidas.
Al día siguiente, ya
repuesto del cansancio de Innsbruck, subí al castillo, por supuesto andando y
pasando bastante calor. Mereció la pena, con las vistas panorámicas de los
alrededores de Salzburgo. Por la tarde entré en la Catedral y en algunas
Iglesias barrocas, paseé por los jardines y alrededor del rio. Disfruté de una
maravillosa ciudad, que he vuelto a visitar este año, desde luego con más
dinero y comodidad (subimos al Castillo en el funicular y comimos y cenamos en cervecerías
típicas), pero con infinitamente más turistas.
Tras Salzburgo, el
viaje a Viena. Me costó encontrar el Albergue. No estaba céntrico y no entendía
muy bien el sistema de transporte público. Ya no recuerdo si cogí un tranvía o
un trolebús, pero tuve que andar un buen rato. El albergue estaba bien, con un
amplio jardín y en un barrio con muchas cervecerías. Nada más instalarme, me
dediqué a lavar la ropa usada y sudada, aprovechando que iba a estar tres
noches y habría tiempo para que se secara.
Pasear por Viena era
delicioso, aunque constantemente había muestras de que estaba en una ciudad
prohibitiva para un joven español. No pude entrar en ningún café ni en ninguna pastelería,
con unos escaparates ante los que se me hacía la boca agua, pero con unos
precios inasumibles. Lo mismo que me sucedía al pasar por las tiendas de discos
del centro. Tenía que elegir entre el placer de comer o la oportunidad de
visitar palacios y museos.
Me entusiasmó la
Catedral de San Esteban y las vistas desde su torre. Fui al Palacio de
Schonbrunn y al Belvedere, que mis padres me habían recomendado que no dejara
de visitar. Recorrí el barrio de los Museos y el paseo “Ringstrasse”, el
Ayuntamiento, el Parlamento y el Palacio Imperial de Hofburg. Fueron dos días y
medio intensos y agotadores; regresaba al Albergue ya sin aliento, arrastrando
los pies, me duchaba, cenaba ansiosamente y a la cama. La ventaja es que en
aquellos tiempos, como apenas había turismo y desde luego no había invasiones
del extremo oriente, todo se podía visitar tranquilamente y sin hacer colas.
Cuando hemos estado el pasado mes de junio, hemos saboreado a fondo esta
incomparable ciudad, disponiendo de más tiempo, más información y más dinero,
eso sí siempre rodeados de chinos, japoneses, coreanos, rusos, polacos y por
supuesto compatriotas, aunque todo tiene su lado bueno, el idioma castellano
estaba más presente y era mucho más conocido por el personal austriaco.
Me marche de Viena con
la sensación de haberme dejado muchas cosas por visitar, la gran noria del
Prater, popularizada en la película “El tercer hombre”, “Karl Marx Hof”, edificios
construidos para obreros por el Ayuntamiento rojo a finales de los años 20 o el
mismísimo rio Danubio. Algo parecido nos ha sucedido en el viaje de 45 años después.
Al coger el tren hacia
Praga, iba recordando los días pasados en Austria, las magníficas ciudades y
formidables paisajes, un país tan desconocido para los españoles, a pesar de
los fuertes lazos históricos que mantuvimos en el pasado. Crecía mi nerviosismo
y expectación según me acercaba a Checoeslovaquia, iba a cruzar el “telón de
acero” y conocer un país socialista. ¿Qué pasaría?
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