lunes, 7 de agosto de 2017

DE MOCHILERO POR CENTRO EUROPA: 2) AUSTRIA


Llovía a mares cuando salí de la estación de Innsbruck. No se me había ocurrido llevar un paraguas y tan solo tenía un fino impermeable. Llegué bastante empapado al Youth Hostel en cuya recepción había un grupo de chicos, esperando no sabía muy bien qué. Con dificultad logré enterarme que el Albergue estaba lleno; había salido demasiado tarde de Zúrich y no tuve en cuenta que Innsbruck, como me sucedería después en otras ciudades, era un destino turístico con mucha demanda de plazas, tan baratas y cómodas como los Albergues de Juventud.

Me quedé hundido ante la perspectiva de tener que buscar una pensión con la lluvia que estaba cayendo, en una ciudad que no conocía y con unos precios que seguramente me resultarían excesivos. La recepcionista viendo mi aspecto desolado, me habló y habló y yo no entendía prácticamente nada, tan solo repetía una palabra que sí conocía, “Church”, pero que me descolocaba aun más. Por fin, con la ayuda de algún otro chaval, llegué a la conclusión que nos podían alojar en una iglesia cercana, para al menos dormir bajo techo y además podíamos cenar en el Albergue.

Y así fue. Resultaba pintoresca la escena. Alrededor de 20 jóvenes durmiendo en una iglesia con unos imponentes altares barrocos. Cogí el saco de dormir, que hasta ese momento no había utilizado, y me tumbé en un banco. No conseguía dormir y aun no se me había secado la ropa. Durante varias horas estuve probando diversos lugares para acostarme, el suelo, las escaleras del altar mayor, hasta que terminé en el pasillo central que tenía una alfombra relativamente mullida. Me consolaba ver como a otros chicos les pasaba lo mismo que a mí. Al menos podíamos usar un wáter adosado a la sacristía. A las 7 y media de la mañana nos despertaron amablemente porque tenía que empezar el culto religioso.

Ya no llovía y aunque estaba molido, me puse a recorrer la ciudad, aun más bella que todo lo que había visto hasta entonces. Para no repetir la experiencia y no llegar tarde, cogí el tren a Salzburgo a la hora de comer. Estaba muerto de sueño y tentado de dormir un rato, pero el paisaje era tan precioso que no quise perdérmelo, ya dormiría por la noche. Descubrí que pasaban un carrito con comida por los vagones del tren, no pude resistir, me compré un riquísimo perrito caliente con una salchicha imponente y nada caro.

Estaba impaciente por conocer Salzburgo, con tantas connotaciones musicales. Una vez asegurada la plaza en el Albergue y ya sin el equipaje empecé a callejear. Apareció una tienda de jazz, impresionante, todos esos discos que posiblemente nunca encontraría en España y que representaban la historia del jazz, estaban allí. Resistí la tentación, me había propuesto no comprar nada de música hasta el final del viaje, si es que me sobraba dinero.

Pero los Santos protectores de los amantes de la música que no tienen dinero me compensaron rápidamente. En una plaza del casco antiguo, no recuerdo bien si donde estaba la casa donde vivió Mozart, se celebraba un  concierto de piano al aire libre y no me lo podía creer, se trataba nada menos que de Friedrich Gulda, uno de los mejores músicos de formación clásica, que en sus interpretaciones de grandes composiciones clásicas hacia incursiones en el jazz, que no siempre eran bien aceptadas por los puristas. Había gente, pero no excesiva, no creo que pasáramos mucho de cien personas; no me moví hasta que terminó, propinas incluidas.

Al día siguiente, ya repuesto del cansancio de Innsbruck, subí al castillo, por supuesto andando y pasando bastante calor. Mereció la pena, con las vistas panorámicas de los alrededores de Salzburgo. Por la tarde entré en la Catedral y en algunas Iglesias barrocas, paseé por los jardines y alrededor del rio. Disfruté de una maravillosa ciudad, que he vuelto a visitar este año, desde luego con más dinero y comodidad (subimos al Castillo en el funicular y comimos y cenamos en cervecerías típicas), pero con infinitamente más turistas.

Tras Salzburgo, el viaje a Viena. Me costó encontrar el Albergue. No estaba céntrico y no entendía muy bien el sistema de transporte público. Ya no recuerdo si cogí un tranvía o un trolebús, pero tuve que andar un buen rato. El albergue estaba bien, con un amplio jardín y en un barrio con muchas cervecerías. Nada más instalarme, me dediqué a lavar la ropa usada y sudada, aprovechando que iba a estar tres noches y habría tiempo para que se secara.

Pasear por Viena era delicioso, aunque constantemente había muestras de que estaba en una ciudad prohibitiva para un joven español. No pude entrar en ningún café ni en ninguna pastelería, con unos escaparates ante los que se me hacía la boca agua, pero con unos precios inasumibles. Lo mismo que me sucedía al pasar por las tiendas de discos del centro. Tenía que elegir entre el placer de comer o la oportunidad de visitar palacios y museos.

Me entusiasmó la Catedral de San Esteban y las vistas desde su torre. Fui al Palacio de Schonbrunn y al Belvedere, que mis padres me habían recomendado que no dejara de visitar. Recorrí el barrio de los Museos y el paseo “Ringstrasse”, el Ayuntamiento, el Parlamento y el Palacio Imperial de Hofburg. Fueron dos días y medio intensos y agotadores; regresaba al Albergue ya sin aliento, arrastrando los pies, me duchaba, cenaba ansiosamente y a la cama. La ventaja es que en aquellos tiempos, como apenas había turismo y desde luego no había invasiones del extremo oriente, todo se podía visitar tranquilamente y sin hacer colas. Cuando hemos estado el pasado mes de junio, hemos saboreado a fondo esta incomparable ciudad, disponiendo de más tiempo, más información y más dinero, eso sí siempre rodeados de chinos, japoneses, coreanos, rusos, polacos y por supuesto compatriotas, aunque todo tiene su lado bueno, el idioma castellano estaba más presente y era mucho más conocido por el personal austriaco.

Me marche de Viena con la sensación de haberme dejado muchas cosas por visitar, la gran noria del Prater, popularizada en la película “El tercer hombre”, “Karl Marx Hof”, edificios construidos para obreros por el Ayuntamiento rojo a finales de los años 20 o el mismísimo rio Danubio. Algo parecido nos ha sucedido en el viaje de 45 años después.

Al coger el tren hacia Praga, iba recordando los días pasados en Austria, las magníficas ciudades y formidables paisajes, un país tan desconocido para los españoles, a pesar de los fuertes lazos históricos que mantuvimos en el pasado. Crecía mi nerviosismo y expectación según me acercaba a Checoeslovaquia, iba a cruzar el “telón de acero” y conocer un país socialista. ¿Qué pasaría?




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