domingo, 30 de julio de 2017

DE MOCHILERO POR CENTRO EUROPA: 1) SUIZA


El primer semestre de 1972 fue mi estreno profesional (y político) como abogado laboralista. Los tres primeros meses en el Despacho de General Oraa (con Javier Sauquillo, Lola González Ruiz y Julia Marchena), los tres siguientes en el nuevo superdespacho de Españoleto 13. Como todavía vivía en casa de mis padres, logré ahorrar casi entero mi sueldo, aunque no era mucho, así que decidí tomar mis primeras vacaciones por mi cuenta y hacerlo, a lo grande.

Preparé un viaje a Suiza, Austria, Checoeslovaquia, Hungría, Yugoeslavia e Italia, durante alrededor de 30 días. Una buena combinación de paisajes, arte y sobre todo conocer tres países socialistas directamente, sin intermediarios. A mi madre no le hizo ninguna gracia este viaje, con 22 años ¿que iba a hacer solo por esos mundos? A mi padre le importó menos (el había vivido un curso en Alemania a esa edad), salvo la visita a tres paises comunistas, quedamos que les mandaría postales con frecuencia y ellos me escribirían a la "poste restante".

Saqué el billete interrail, después de asegurarme que también servía para los países del Este, al igual que el carnet para acceder a los Albergues de la Juventud (Youth Hostel). Luego vino el tramite más complicado, conseguir los visados. En mi reciente pasaporte, ni Hungría, ni Checoeslovaquia ni Yugoeslavia, estaban ya excluidos de esa prohibición de entrar en “Rusia y países satélites” que durante tres décadas figuró en los pasaportes de todos los españoles. Visité los tres consulados para obtener las visas, no me pusieron ninguna pega, pero en los tres me preguntaron extrañados ¿para qué quería visitar su país un joven español de 21 años? La respuesta fue siempre la misma, conocer su cultura, su arte, sus ciudades, sus paisajes. Conseguí las tres visas, que figuran en aquel pasaporte que conservo todavía.

El siguiente paso fue elegir una mochila, que no fuera ni muy grande ni muy pesada y pudiera atar a ella mi saco de dormir sin muchos problemas. Elegir la ropa y demás equipaje fue complicado, teniendo en cuenta que iba a estar un mes en unos países de climas muy diversos. Por último, cambié moneda (¡que bien se viaja hoy con el magnífico euro!) y saqué el primer billete de tren, Madrid-Ginebra vía Barcelona.

El 21 de julio por la noche cogí el expreso a Barcelona. En pleno mes de julio el tren iba repleto y por supuesto era imposible dormir en un compartimento de seis personas, que entraban y salían, un recorrido en el que cada parada era anunciada por el altavoz de la estación y en el que los pasajeros no dejaban de hablar en los pasillos. Llegué a primera hora de la mañana a Barcelona. Estaba cansado pero feliz de haber iniciado mi viaje. Dejé los trastos en consigna y pasé el día dando vueltas por la ciudad, que conocía, pero muy superficialmente, en un viaje anterior con mis padres.

Ya de noche, el tren a Portbou. Al llegar a la frontera había que cambiar de tren, previo control de policía. El tren francés era mucho más cómodo y sobre todo iba bastante vacío, por lo que pude dormir unas horas tumbado a lo largo de tres asientos. Crucé ciudades mediterráneas, que ya había conocido en otro viaje con mis padres, Nimes, Narbona, Montpellier, hasta entrar en la zona boscosa y montañosa próxima ya a los Alpes. Y un detalle: nada más cruzar la frontera, con un bolígrafo dibujé la hoz y el martillo en la bandera española que tenía la mochila, una manera de identificarme, español, pero rojo.

Llegué a Ginebra a media mañana. Lo primero fue ir al Albergue de la Juventud a reservar cama. Comprobé dos cosas. Que el carnet funcionaba, y que mi francés era deplorable. Paseé por Ginebra, que también conocía de otro viaje con mis padres. Estuve largo rato mirando el lago y el surtidor gigante, justo donde mi padre se había hecho tantas fotos en sus viajes anuales al plenario de la OIT, formando parte de la delegación gubernamental española.

Por fin pude dormir bien, a pesar de que eran habitaciones colectivas con literas y muy importante, cené y desayuné por muy poco dinero, lo que en una ciudad como aquella era estupendo. Este Albergue, como sucedería con el Berna y el de Zúrich, era cómodo, limpio, con buenas prestaciones y con comida variada.

Por la mañana del 23 cogí el tren a Berna y otra satisfacción fue confirmar que el interrail funcionaba, pero también comprobé que no entendía nada de los avisos que daban por los altavoces en las estaciones, por lo que viajaba preocupado por si me hubiera equivocado de tren. El viaje me fue entusiasmando cada vez más. El paisaje que atravesaba el tren, afortunadamente no muy deprisa, era tan idílico como había visto en las fotos y películas.

Berna me sorprendió. No esperaba un casco antiguo tan cuidado, edificios tradicionales preciosos, el rio Aare por el medio de la ciudad, las plazas, e iglesias, todo resultaba bello, tranquilo y agradable, hasta el Alberge de la Juventud con un gran jardín. Paseando por la ciudad encontré un Cine X en el que proyectaban “El Decamerón” de Pasolini, que en España no se había estrenado. Todas las películas que había visto suyas en cine fórums y cines de arte y ensayo en España me habían encantado. Disfruté tanto viendo “El Decamerón”, que me quedé a dos pases, a pesar de estar en versión italiana con subtítulos en alemán. Hoy resulta sorprendente que una comedia vitalista como esta, hubiera estado prohibida en España y relegada a un cine X en un país democrático y civilizado como Suiza; sus escasas escenas eróticas serian para todos los públicos en cualquier película o serie actual.  

En el Albergue me desesperé varias veces al no poder entender avisos e informaciones en alemán o en inglés. Tampoco pude comunicarme con otros albergados que desconocían el idioma castellano. Fue mi primer compromiso de aquel viaje, ¡en cuanto volviera a España aprendería inglés!; buenas intenciones que volvería a repetirme durante varias décadas después de cada viaje internacional y aún no he conseguido cumplir. Lo peor es que en el mes de viaje no me crucé con ningún joven español ni en los albergues, ni en los trenes, ni recorriendo las ciudades, con lo que estuve casi 30 días sin apenas hablar.

El trayecto en tren de Berna a Zúrich también atravesaba paisajes maravillosos, además hacia un tiempo esplendido. Me bajé en Lucerna y pasé unas horas recorriendo esta preciosa ciudad, que tanto le gustaba a mi padre y que también la había conocido unos años atrás con la familia. Después a Zúrich.

El albergue era más funcional y anodino y lo peor de todo las duchas eran de agua fría. Cuando fui a bañarme un chico que estaba duchándose me dijo riendo “it´s cold!, it´s cold!”. No comprendí lo que quería decirme (a pesar de que una de mis canciones preferidas era y es “Cold, cold heart” de Hank Williams) hasta que abrí el grifo y casi me da un telele. Era fría, fría. Al anochecer salí a dar un paseo por la ciudad y de pronto escuché sirenas de coches de policía, que metían un ruido infernal, como nunca había oído. Tres o cuatro coches pararon a unos 50 metros de donde yo estaba y empezaron a salir policías con metralletas desenfundadas, rodearon a dos o tres personas y de malas maneras se los llevaron detenidos, de nuevo con un ruido aparatoso. Así descubrí por casualidad la otra cara de la limpia, pacífica y prospera Suiza.

En la tarde del día siguiente, después de pasear por Zúrich, cogí el tren a Innsbruck. Nuevamente paisajes formidables que se veían cómodamente desde el vagón de un tren cómodo y limpio, en el que la única pega era el precio de cualquier bebida o comida. El tren atravesó Liechtenstein, comprobando que efectivamente ese minúsculo estado existía.


Fueron muy pocos los días pasados en Suiza, me gustó y me quedé con enormes ganas de volver y conocerla en profundidad. Hasta hoy no he vuelto. Mi primer destino de mochilero había resultado bien, a pesar de los idiomas y de mi estado de incomunicación casi permanente.

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