jueves, 23 de marzo de 2017

¡¡¡LA UNION EUROPEA CUMPLE 60 AÑOS!!!


El 25 de marzo de 1957 seis estados de Europa (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo), superaban siglos de confrontación política, económica, cultural, religiosa, de frecuentes guerras e invasiones y decidían iniciar un camino de paz y cooperación sustentado en principios democráticos. Sesenta años después el recorrido ha sido impresionante y a él se han sumado otros 22 estados y cinco más han solicitado su adhesión.

Si sus principales impulsores políticos (Adenauer, Schuman, De Gásperi, Spaak, Monnet o Spinelli) socialistas, demócrata cristianos y liberales levantaran hoy la cabeza se quedarían maravillados de la evolución y logros de lo que en su momento contenía el acta fundacional de la Comunidad Económica Europea, el Tratado de Roma.

Sin embargo, hay muchos que consideran que la hoy denominada Unión Europea se ha quedado lejos de las expectativas y que en el fondo no es más que una burocracia instalada en Bruselas y Estrasburgo y encima supeditados al estado más potente, Alemania.

Las dificultades que han tenido que superar la construcción de la Unión Europea han sido formidables. De hecho, el proceso solo conoció un fuerte impulso transcurridos más de 25 años, cuando en la década de los 80 del siglo pasado se apostó por dar un mayor contenido político y social a lo que inicialmente era fundamentalmente un espacio de colaboración económica.

El proyecto de la Unión Europea ha tenido poderosísimos enemigos, además de reticentes amigos. Estados Unidos y la Unión Soviética y los países del bloque soviético recelaban profundamente de un rival económico y político y de un modelo de bienestar social del que ambas potencias carecían. Buena parte de los grandes lobbies empresariales y las grandes multinacionales no se sentían felices de tener que negociar y en su caso aceptar las directrices de un potente conjunto de estados, en lugar de hacerlo uno por uno. Los rescoldos nacionalistas, los nostálgicos de un pasado de expansión de fronteras, nunca aceptaron un horizonte de libre movilidad de las personas. Y en fin las dictaduras que aun existían, España, Portugal y temporalmente Grecia, no deseaban una referencia de prosperidad económica y social y de libertades democráticos.

Estados como Gran Bretaña, Suiza, Islandia o Noruega, por diversas razones, prefirieron quedarse al margen para preservar sus intereses económicos o han sido unos incomodos miembros hasta que han terminado por salir, con una evidente estrechez de miras, que por cierto no les ha impedido conseguir numerosas ventajas de trato preferencial, como muy posiblemente intente ahora Gran Bretaña, para paliar los innumerables perjuicios de un nada meditado “brexit”.

Tampoco hay que ocultar que una parte de la izquierda europea se opuso y se sigue oponiendo con mayor o menor insistencia al proyecto de la Unión. Sin ir más lejos, en el seno del Partido Comunista de España se abrió una crisis cuando a principios de los años 70, Santiago Carrillo propuso apoyar la integración de una España democrática en lo que todavía era tan solo la Comunidad Económica Europea. Por no hablar del inmenso error de buena parte de la izquierda francesa oponiéndose en el referéndum a aprobar el proyecto de Constitución.

La Unión Europea ha sido un ámbito de solidaridad, que ha permitido a países o regiones sumidas en atrasos estructurales, alcanzar niveles de progreso y cohesión social que hubieran tardado largos años en conseguir en solitario y ello gracias a los diversos fondos de ayuda creados por los denostados burócratas de Bruselas y Estrasburgo. Esa política solidaria es algo que a muchos ciudadanos de la Europa más prospera, que pagan impuestos más  altos que nosotros, les sigue rechinando; las intolerables declaraciones del Presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata holandés Dijsselbloem, reflejan ese tipo de reticencias, con hondas raíces, de las sociedades del norte de Europa hacia los países del Sur.

La Unión igualmente ha impulsado procesos de modernización legislativa, de integración de políticas económicas, de difusión de buenas prácticas y experiencias sociales, de protección del medio ambiente, de defensa de los consumidores, que precisamente a estados como España nos ha venido muy bien.

Es cierto que en los últimos quince años el proceso de construcción de la Unión ha sufrido un importante frenazo y ello por dos razones de compleja respuesta: el rápido proceso de ampliación y la crisis económica.

La ampliación de 15 a 28 países miembros, integrando especialmente a países del antiguo bloque soviético con notables rémoras políticas, económicas y sociales, fue una opción política, sin duda muy discutible, pero comprensible, más aún a la vista de cómo han evolucionado las cosas en una Rusia con fuertes tendencias autoritarias y expansionistas. Lamentablemente la mayoría de esos nuevos estados miembros han sido muchas veces un freno para avanzar en el proceso de convergencia política, económica y social.

En relación a la actuación de la Unión Europea en la crisis económica, hay dos maneras de ver las cosas, ambas ciertas. La Unión Europea y el Banco Central Europeo reaccionaron tarde y de manera tímida, con unas propuestas basadas en la reducción del déficit mediante medidas restrictivas del gasto público. Pero también habrá que pensar lo que hubiera sido de estados como Irlanda, España, Portugal, Grecia, Chipre e incluso Francia e Italia, sin el paraguas financiero y el soporte político de la Unión. Estaríamos fuera del euro, posiblemente también de la Unión y con unos costes políticos y sociales inimaginables.  

Es evidente que la Unión Europea no impulsa políticas socialistas o de izquierdas y ello por una sencilla razón: la mayoría de la ciudadanía europea, hoy por hoy, vota en sus países y en las elecciones europeas por partidos de centro o de derecha y la izquierda, sea la socialdemócrata, la de inspiración verde o la de posiciones más radicales, no ha sido capaz de convencer al electorado para que confíen en ellos, tanto en cada país como en el Parlamento de Estrasburgo.

Mientras la correlación de fuerzas electorales no gire a la izquierda en nuestros países, que nadie sueñe con una Unión Europea progresista como a muchos nos gustaría.

Los retos que tenemos por delante los europeos y las europeas son inmensos, desde la superación de la involución en materia de libertad de circulación de las personas y del retroceso en políticas de solidaridad con los países del Tercer Mundo, hasta avanzar en la integración fiscal y bancaria, consolidar y mejorar las políticas de bienestar social y de protección del medio ambiente, desarrollar las redes telemáticas y también las redes de transporte, cooperar en materia de I+D+I, mejorar la productividad sin deteriorar las condiciones de trabajo…etc.

Y seguimos teniendo poderosos enemigos, Trump, Putin, los partidos de extrema derecha y las tendencias xenófobas y racistas de una parte de la población.

Pero ¿quién habría soñado en 1957 con el euro, el Parlamento Europeo, el Tribunal Europeo de Luxemburgo o cruzar fronteras sin pasaporte, o las numerosas directivas y normas que nos han convertido en el área geográfica más prospera y democrática del mundo?


Son razones más que suficientes para celebrar este sesenta aniversario, a pesar de todas las insuficiencias, limitaciones y frustraciones.

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