sábado, 26 de marzo de 2016

LA PAELLA DEL DOMINGO DE PASCUA


Mi abuela Elisa, madre de mi padre, murió unos años antes de que yo naciera. Su marido, mi abuelo José María, a los pocos meses de mi nacimiento. Así que no vivimos los abuelos paternos, pero en cambio disfrutamos de la tía Ascensión, hermana de mi abuela. Era bajita, gordita, siempre con vestidos estampados con flores pequeñitas y prendido en el pecho un ramillete de capullos de jazmines, que al atardecer se abrían con ese olor intenso que a mi tanto me gusta.

La tía Ascensión nos quería y mimaba como una abuela. Con sus dulces de arnadi, (a los que hace varios años dediqué un post en este blog), sus rosquillas, su coca en llanda, sus empanadas de pimiento y tomate. Pero lo mejor de lo mejor eran sus paellas, sobre todo la del domingo de Pascua.

Mientras vivió, todos los domingos de Resurrección mi padre bajaba a su casa de Xativa, encima justo de la Plaza del Españoleto y  subía a la tía Ascensión, a su marido el tío Andrés, a su ahijada Josefa María y a la anciana perra Ney. Su llegada a nuestro secano de Bixquert era un acontecimiento, preludio de una maravillosa paella.

En el espacioso patio de la casa, mi padre ya tenía preparado la leña, haces de sarmientos de la poda de las viñas y alguna rama fina de pino, el caldero y el trípode para sostenerlo. Todo colocado debajo de un inmenso y viejísimo azufaifo, que seguía dando muchos frutos pero ya agusanados.

La tía Ascensión revisaba las verduras, la carne, el arroz y cuando estaba todo en orden, echaba bien de aceite en el caldero; para que el arroz no se quemara mas allá de una pequeña capa de socarrat, convenía que el aceite cubriera con amplitud el fondo del caldero. Entonces era el momento de que mi padre encendiera la leña. La tía Ascensión echaba un poquitín, muy poco, de ajo muy cortado, después unos trocitos de pimiento rojo y verde, tomate natural muy picado, corazones de alcachofa, judias verdes y habas.

Enseguida esparcía abundantes trozos de pollo, de magro y conejo y, lo que más me gustaba, hígados y corazones de pollo y conejo. Una vez sofrita la verdura y dorada la carne, medía las tazas de arroz y las iba distribuyendo por el caldero, revolviendo con una espumadera grande. Todo lentamente. Echaba la sal y luego vaciaba la jarra de agua, con la cantidad previamente medida. Una vez echados todos los condimentos, había que poner el fuego a la máxima potencia, hasta que hirviera el agua.

Mi padre y yo siempre asistíamos a la preparación de la paella, mientras, fuera de la casa, en la replaza bajo los pinos, mi madre hablaba con Josefa María y el tío Andrés leía “Las Provincias”  en una mecedora. De vez en cuando mi madre se asomaba el patio y preguntaba cómo iba todo y si se necesitaba algo.

A pesar del calor que desprendía el fuego y el caldero, mi tía Ascensión no se apartaba, ni se sentaba para descansar; vigilaba constantemente cómo se estaba haciendo la paella. Cuando el caldo iba desapareciendo y el arroz engordando, procedía a retirar poco a poco los sarmientos, hasta que solo quedaban las brasas. Mientras tanto mi padre y yo ya habíamos puesto unas páginas de periódico en la parte del patio que no era de tierra sino de piedra, para colocar el caldero sin manchar. Cuando la tía Ascensión nos lo indicaba, agarrábamos el caldero por las asas, con unos papeles bien doblados para no quemarnos y lo depositábamos en el suelo. Enseguida tapaba el caldero con otras hojas de periódico, para dejar reposar unos minutos el arroz.

La mesa ya estaba preparada, con ensalada de tomate, lechuga y cebolla, con unos platitos con mejillones en escabeche y sobre todo aceitunas, tomates y pimientos en salmuera, que había ido a comprar con mi padre a una deliciosa tienda en un bajo de la calle Moncada. Los niños picoteábamos un poco, lo que nos dejaban mis padres, hasta que ya era tiempo de entrar el caldero en la casa.

Como siempre, al quitar los periódicos y descubrir la obra de arte que nos había vuelto a hacer la tía Ascensión, venían los aplausos y alabanzas. Ella no solo hacía la paella, también la servía. ¡Vaya platos que nos comíamos!, sobre todo y por este orden, mi padre, Josefa María, yo y la tía Ascensión. El tío Andrés, como él mismo decía, comía como un pajarito, era alto y delgado y siempre lleno de aprensiones y temores de todo tipo.

Afortunadamente la tía Ascensión calculaba las dimensiones de la paella con extrema generosidad, lo que nos permitía a los mas tragones repetir e incluso tripitir. Y eso que de postre teníamos los inconmensurables e inmensos  pasteles merengues de la mejor pastelería de Xativa, “Dulces Campos”, que mis padres compraban los domingos.

Mientras mi madre, Josefa María y la tía Ascensión, recogían, los demás nos quedábamos aletargados por la comilona.

A media tarde nos íbamos al secano de mis primos Blasco Maravall a comer la mona de pascua, pan quemado con un huevo cocido y unas onzas de chocolate. ¡Éramos muy jóvenes y a todas horas comíamos como leones!

En el verano también la tía Ascensión nos hacía paellas. Y ademas  de vez en cuando, con su generosidad acostumbrada, mi tía Adela Soldevila nos invitaba (o invitaba a mi padre y a mí) a una de sus gigantescas paellas, en compañía de varios de sus hijos, yernos, nueras, nietos y nietas, sobrinos, primos, hermana; (pero de estas paellas en el secano de los Casesnoves ya escribiré otro día).

Para cuando murió mi tía Ascensión, por desgracia no muy mayor, mi padre ya era un auténtico experto en paellas y lo siguió siendo durante muchos años. Pero nunca podre olvidar a la querida tía Ascensión haciendo aquellas paellas debajo del azufaifo, que después hubo que cortar, plantando un limonero.



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