sábado, 13 de agosto de 2016

LA LLEGADA DE THE BEATLES, RECUERDOS DEL COLEGIO DE LOS SAGRADOS CORAZONES (7)


El padre Pascual era el prefecto de disciplina. Era alto y  grueso. Daba un poco de miedo, pero en el fondo era un buenazo. Un día me dijo que quería ver a mi padre, porque no hacía caso a las indicaciones que me venían haciendo de no llevar el pelo tan largo.

Mi padre fue al colegio a hablar con el Padre Pascual; nunca me dijo lo que realmente pensó de la conversación, aunque me figuro que le importaría un bledo. El pelo era un tema muy especial en mi familia. Mi abuelo, mi padre y mi tío José Antonio fueron calvos desde muy jóvenes. Mi padre quiso romper esa maldición capilar y cuando éramos pequeños, al llegar el verano, cortaba a sus tres hijos el pelo al rape, al cero. Parecíamos niños pobres del siglo XIX. A mí no me afectaba demasiado, pero mis hermanas no se atrevían a salir de casa y ni siquiera se asomaban a las ventanas del patio. Ya de adolescente mis padres se gastaron un dinero mandándome a un Instituto capilar, recomendado por el tío José Antonio que había llevado allí a sus hijos. Me llenaban de pringues variados, me hacían masajes, me pasaban unos horrorosos cepillos eléctricos por la cabeza, tomaba unas pastillas. Todo fue inútil.

Por ello a mi padre en el fondo las advertencias del Padre Pascual le debieron parecer hasta crueles, ¡que su hijo disfrutara del pelo mientras tuviera! A todo esto mi “escandaloso” pelo consistía en algo de patillas, flequillo un poco largo y melenita dos dedos por debajo del cuello. De lo que tenían la culpa John, Paúl, Ringo y George. Hoy pocos se acuerdan de la histeria que sacudió a sectores de la sociedad española en los primeros años 60, cuando aparecieron The Beatles, esos “maricones” y “pervertidos” ingleses, que además hacían un ruido espantoso.

En todo caso mi padre, para guardar las formas, me mandó a la peluquería a que me recortaran algo el pelo. A los dos meses estaba igual y el Padre Pascual me debió dejar por imposible.

Los de mi curso y los inmediatamente anteriores no habíamos vivido la irrupción del rock and roll, que en España tan solo una pequeñísima minoría conoció y siguió a finales de los años 50. En tan solo unos años las cosas cambiaron algo. Los transistores, los tocadiscos portátiles y los vinilos, dejaron de ser un objeto de súper lujo. Muchos jóvenes españoles, sobre todo en las grandes ciudades,  pudieron acceder a la revolución musical y cultural que estaban protagonizando The Beatles y los grupos británicos.

Mi padre, como ya he escrito en otro post de este blog, nos compró en 1963 un tocadiscos stereo y unos primeros lps, eps y singles. Fue muy equitativo en la compra de discos. Para él, Domenico Modugno, Marlene Dietrich y música popular alemana. Para mi madre, Schubert, Listz, Beethoven y Chopin. Para mí la banda sonora de West Side Story y de Lawrence de Arabia, tres eps de The Beatles y un ep de The Rolling Stones.

Pero hubo más. Mi padre, que viajaba todos los años a Ginebra a las reuniones de la OIT y también a Francia y Alemania, compró un fantástico magnetofón Grundig, que en la práctica pasó a ser de mi uso exclusivo. El magnetofón estuvo funcionando muchos años, acumulé cintas llenas de música maravillosa. Se estropeó varias veces, lo llevé a arreglar por mi cuenta, hasta que en los años 80 cascó definitivamente. Aun y así guardé durante años como reliquias las cerca de  40 bobinas, hasta que comprendí que nunca más podría escucharlas.

Y así empezó todo. A millones de jóvenes de todo el mundo, el sonido de Liverpool nos cambió la vida.

En mi clase pocos tenían aun tocadiscos y discos. Como ya escribí en la segunda entrega,  Tato Marcotegui era una de esas excepciones. A sus hermanos y sobre todo a sus hermanas mayores les gustaban los cantantes melódicos franceses e italianos. Nos aprendimos de memoria las canciones de Pino Donaggio, Jimmy Fontana, Gianni Morandi, Bobby Solo, Francoise Hardy, Marie Laforet, Sylvie Vartan, Alain Barriere, Richard Anthony, después las de Adamo, Herve Vilard, Claude Francoise, Christophe…

Entre los curas y los profesores había opiniones diversas sobre la “beatlemania”, muchos eran críticos, pero otros no. El Padre Miguel, profesor de Arte, nos dijo que cuando en el siglo XXI se escribiera la historia de la música, se reconocería que The Beatles habían sido tan importantes e influyentes como Bach o Mozart. También recuerdo que nos dio una charla sobre los orígenes musicales de la canción “Inch Allah” de Adamo.

Lentamente las cosas empezaron a cambiar también en el colegio, hasta el punto de autorizar la celebración de conciertos de grupos de rock, en los que participaba algún alumno y lo más sorprendente, con entrada libre de chicas. Así que en el colegio también tuvimos, a una escala modesta, “los matinales del Price”, aquellos conciertos míticos, a los que por cierto solo fui una vez.

Los conciertos se celebraban en el comedor de alumnos y aunque tenían lugar muy de vez en cuando, eran auténticos, es decir no se trataba de una versión “light”. Sonaban a toda pastilla, tocaban puro rock, y nos dejaban seguir la música bailando. Supongo que la decisión de autorizarlos debió ser polémica entre los propios curas y la dirección del colegio, aunque no hay que olvidar que a esas alturas, 1965, 1966, la mayoría de los curas mayores habían ido dejando el colegio, siendo sustituidos por otros más jóvenes y resultaba imposible que de una u otra forma no estuvieran influidos por los nuevos vientos que llegaban de Reino Unido y Estados Unidos.

Y respecto a la presencia de chicas, lógicamente adolescentes de los colegios cercanos o amigas o familiares de alumnos del colegio, era ya un primer presagio de lo que sucedería años más tarde, en que nuestro colegio se convirtió en un colegio mixto, aunque los de mi generación no llegamos a vivirlo.

El rock y las chicas estaban cada día más presentes en nuestras conversaciones, ilusiones y fantasías. Quien más quien menos al empezar el curso en septiembre contábamos nuestras hazañas veraniegas, claro,  sin testigos. Pero al llegar el invierno eran contados con los dedos de una mano los que realmente salían con chicas, más allá de fiestas familiares y situaciones parecidas.

Yo era de esos poquísimos que se relacionaba cotidianamente con “una” chica.

Mi padre obsesionado, con razón, en que aprendiéramos idiomas, me apuntó en la Escuela Central de Idiomas para estudiar alemán, siguiendo sus pasos cuando de jovencito aprendió alemán en la Alemania nazi de 1935 y 1936. Duré dos meses, ante la desesperación de mi padre que también intentaba darme clases en casa. Entonces me apuntó, ante la sorpresa general de mi madre, del resto de la familia, de mis amigos y de los curas y profesores del colegio, en clases de ruso en “Mangold”, en la Gran Vía. Fue en diciembre de 1963.

Tenía dos clases a la semana. La profesora era una niña vasca de las que fueron a Rusia en plena Guerra Civil y había vuelto a finales de los años 50. Fue la primera comunista que conocí en mi vida. Era sumamente discreta en cuanto a sus ideas, pero enseguida captó que conmigo y con Maye podía hablar con plena confianza. Maye tenía un año mas que yo, pero parecía mucho más lista y madura. Era catalana por ambos lados. Pronto caí deslumbrado y enamorado de ella (lo que no fue óbice para que en los años siguientes siguiera enamorándome en verano de mis amigas de Xativa, Amparo, Carmina e Inés).

Maye vivía en San Francisco de Sales 3, perfecto pretexto para ir y volver juntos a Mangold en un microbus amarillo. La recogía en su casa y después la acompañaba y me enrollaba en el portal sin querer despedirme. La verdad es que nos hicimos amiguísimos, teníamos muchos gustos e ideas en común, pero por el momento nada más.

Mis amigos participaron desde el primer momento de mi enamoramiento e incluso alguno vino a la salida de Mangold, para conocerla. Y a todos les gustó. La llamaban “la camarada”.

Durante casi tres años, hasta que entré en la universidad, seguí yendo a Mangold. Aprender, aprender, aprendí poquísimo, aunque llegué a hacerle poemas de amor en ruso a Maye, que la profesora, cómplice encantada, me corregía. En el ultimo año de Mangold, Maye entró en la universidad y todos los días me hacía participe de ese mundo que estaba descubriendo. Lo peor fue que ella se enamoró de un pijo rico de su clase, Ramón Gandarias, que afortunadamente no la hacía mucho caso. Gracias a eso, empezamos a salir a bailar a discotecas y a guateques en la Facultad o en casas de sus amigas.

Mis padres me hicieron un traje a la medida para salir con ella. Escogí el modelo de un reportaje sobre los “mods” británicos. Era de cuadritos y de color entre amarillo pálido y marrón clarito. (Hay que recordar que a mi padre, como buen mediterráneo y a mi madre como buena esposa de un mediterráneo, les encantaban las ropas de colores y formas poco tradicionales). Menos mal que no hay fotos. Aunque nunca me lo dijo, a Maye no le debió gustar mucho mi traje “mod” y desde luego a su madre nada en absoluto; claro que su madre todos los días echaba leña al fuego para que su hija dejara de salir con ese muchachito.

Con la profesora de ruso, Maye y yo seguimos viéndonos periódicamente. Cuando la escisión pro soviética del PCE, ella optó por los pro soviéticos de forma un tanto intransigente y dejamos de vernos.


Nunca exageré ni deformé el tipo de relación que durante esos tres cursos, quinto, sexto y preu, mantuve con Maye, pero curiosamente mis amigos llegaron a pensar que no les contaba todo y que entre “la camarada” y yo había mucho más de lo que les daba a entender. Al Padre Conrado, esperando mi futura marcha al Seminario de Miranda de Ebro, también desconfiaba mucho de esa amistad.

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