sábado, 20 de agosto de 2016

EL PADRE MIGUEL, RECUERDOS DEL COLEGIO SAGRADOS CORAZONES (8)


En el colegio, además de enseñarme Historia de España y Universal, Geografía, Historia Sagrada, Literatura, Latín y Griego, lo más importante es que me despertaron el interés e incluso la pasión por estas materias, que se ha mantenido a lo largo de mi vida. Pero el mayor logro fue darme a conocer la Historia del Arte y esto último se lo debo en exclusiva al Padre Miguel.

Era bajito, con el pelo muy negro y rizado, que recordaba de alguna manera a Antonio Gramsci. Era discreto, poco amante de destacar en los acontecimientos del colegio. Todos sus alumnos le recuerdan con gran admiración y afecto. En las comidas mensuales que celebramos los de Letras, hablamos con frecuencia de él y de sus clases y nunca ha salido de nosotros la menor critica, todo lo contrario.

Llegaba a clase casi siempre cargado del aparato de diapositivas y nos iba explicando las fotografías con todo detalle y sabiduría. Y lo más importante transmitía pasión por cada escultura, pintura, monumento, ruina o pieza musical, que también nos enseñaba con su tocadiscos. Todo ello sin censuras de ningún tipo.

Las enseñanzas del Padre Miguel no eran ni memorísticas ni escolásticas. Situaba el arte en el contexto político y social, al igual que hacían los especialistas e historiadores más avanzados de aquellos tiempos y como después leeríamos en los libros de Arnold Hauser. No me atrevo a decir que el Padre Miguel fuera de izquierdas, pero no me sorprendería nada. De hecho en los diez años de colegio, fue el único que expresamente y en clase delante de todos sus alumnos, criticó la falta de libertades del régimen franquista y hacía sarcásticos comentarios sobre la cada vez más frecuente presencia de jeeps de la policía armada en la calle Romero Robledo.

La figura del Padre Miguel, como la del Padre Federico Sopeña, el Padre Llanos, Diez Alegría, González Ruiz, Cassia Just o Josep María Dalmau y otros muchos, fueron un claro exponente de que había otra forma muy distinta de comprender y practicar el cristianismo  y que afortunadamente en nuestro país había sacerdotes que nada tenían que ver con el cura trabucaire de los relatos de Galdos o de Pío Baroja o de las imágenes de la guerra civil y la posguerra.

Ya he referido que en el colegio, en los años 60, estaba muy desdibujada la influencia ideológica del franquismo, pero seguía siendo obligatoria la asignatura de “Formación del Espíritu Nacional”; aunque a esas alturas también había perdido buena parte de sus contenidos políticos explícitos. Los libros de “F.E.N.”, que yo tuve, afortunadamente muy poco tenían que ver con los de la posguerra y los de los años 50. Los nuestros estaban magníficamente editados, desde unas brillantes portadas, hasta unas fotografías y dibujos de calidad. Incluso los textos estaban cuidados, por supuesto dentro de los márgenes del franquismo y así uno de los libros, “Aprendiz de hombre”, estaba escrito nada menos que por Gonzalo Torrente Ballester.

Al profesor de F.E.N., le llamábamos cruelmente “rompetechos”, os podéis imaginar la razón. Aunque llevaba la insignia de la División Azul, creo que era consciente de que los tiempos estaban cambiando y que los alumnos ya no estaban para muchos trotes de adoctrinamiento franquista. Incluso no se si tenía una cierta mala conciencia de que para ganarse la vida se veía en la necesidad de dar esa asignatura, en la que no ponía ningún pasión. No recuerdo que nadie suspendiera y los exámenes no solo eran muy fáciles, sino que la mayoría de los alumnos los terminábamos con frases del tipo “Arriba España!” o “Viva Franco!”, pensando que así se garantizaba el aprobado. ¿Qué pensaría cuando en su casa los estuviera corrigiendo?

En sexto curso tuve la única experiencia de la que no me siento en absoluto orgulloso. Fue una época en que se pusieron de moda los pistones, que raspábamos contra las paredes o el suelo para que explotaran haciendo ruido; desde luego menos ruidosos y peligrosos que los actuales petardos de las fiestas navideñas.

Un día llené un bote de cristal de mermelada con pistones, encendí uno y lo eché dentro de un puestecillo de chucherías que había al final de la calle Princesa, enfrente de la ya desaparecida cafetería Zulia. El puesto lo llevaba una señora viejilla, que tenía muy mal genio, ponía unas raciones minúsculas de pipas y chufas y nos caía fatal a todos los chicos.  Los pistones empezaron a explotar y a saltar del bote. Según contó después la señora, se le rompió mercancía y una parte se le quemó. Como el único colegio de chicos que había en los alrededores  era el nuestro, allí que se fue a denunciar a los bárbaros incendiarios, porque aunque el autor intelectual y material de la tropelía fui yo, había otros amigos acompañando.

No se como lo hicieron y quien se pudo chivar, pero los curas me descubrieron rápidamente; por supuesto no denuncié a nadie de los que habían estado presentes. El Padre Pascual me dijo que era una falta gravísima y que quedaba expulsado un mes. Me dio una carta poniendo en antecedentes a mis padres y me adelantó que me había jugado la matrícula de conducta de ese curso.

No dije nada a mis padres. Todas las mañanas como si tal cosa salía de casa con la cartera, daba vueltas por el barrio hasta que abrían alguno de los cines matinales y me tragaba las dos películas; por la tarde el mismo plan. Mis amigos estaban un poco preocupados por como iba a terminar la aventura. Al cuarto día, supongo que extrañado de que mi padre no hubiera aparecido por el Colegio tras la expulsión, el Padre Pascual llamó a casa. Y se descubrió el pastel.

Aunque mi madre, con quien había hablado el Padre Pascual, intentó suavizar las cosas a mi padre, cuando este llegó la bronca fue monumental. Lo más suave que me dijo fue “majadero”, su insulto preferido; ya no recuerdo si me dio algún tortazo. Me castigó a miles de cosas y esa tarde nos fuimos los dos a ver al Padre Pascual. Este yo creo que se apiadó algo de mí, al ver el enorme cabreo de mi padre y los castigos que me había preparado. Me volvieron a admitir al día siguiente y yo estuve sin paga y sin salir los fines de semana durante un mes, aunque las cosas se fueron relajando con el paso del tiempo.

Lo que si perdí fue la matricula de conducta, en lo que también influyó que en ese curso casi todas las tardes llegaba al colegio  cuando la fila estaba subiendo por las escaleras o incluso estaba entrando en clase. Estaba muy justificado y la culpa era del programa “Vuelo 605” de Ángel Álvarez en Radio Peninsular. Empezaba a las 3 de la tarde y terminaba a las 3 y 25. Lo acababa de descubrir y estaba fascinado. Nada más terminar de comer, me metía en mi habitación a oírlo en el transistor que me trajó mi padre de Ginebra. Cuando ya estaba terminando el programa  salía disparado de casa y corría hasta el colegio. A paso normal de mi casa al cole podía tardar 8 o 10 minutos y tenía que hacerlo en la mitad de tiempo. Afortunadamente aunque la campana para formar las filas de cada clase sonaba a las 3 y media en punto, siempre se tardaba algún minuto hasta que enfilábamos las escaleras camino de las aulas y por suerte no se cerraban las puertas de la calle para permitir la entrada de los más rezagados.

En sexto y también en preu Tato Marcotegui ya no fue el único en llegar tarde a clase, le hice compañía. Aunque en Preu, ya sin el baldón del ataque al puesto de chuches, conseguí la matrícula de conducta.

(Lamentablemente solo dispongo de una foto alejada del Padre Miguel, que aparece a la derecha de esos alumnos que seguramente estarían declamando algún poema a la Inmaculada)  








 



1 comentario:

  1. Claro, Carlos Jimenez de Parga era otro de los curas conciliares que realizo un estupendo trabajo

    ResponderEliminar