Cualquiera que haya
seguido en los últimos años la actividad económica y financiera de nuestro país,
podía conocer la inestable situación del Banco Popular. La sostenida caída en
la Bolsa del valor de sus acciones, desde su valor máximo de más de 16 euros
alcanzado en abril del 2007, reflejaba que las cosas iban de mal en peor en
este Banco.
Si los mercados bursátiles
hacía años que habían encendido todas las señales de alarma ¿cómo es posible
que ninguna autoridad pública hubiera intervenido? Mas aun ¿cómo es que los
mensajes que reiteradamente lanzaban desde el Ministerio de Economía o desde el
Banco de España eran que el Banco Popular, al igual que los demás grandes
bancos españoles, estaban gestionando razonablemente la crisis económica, la
burbuja inmobiliaria, y que no había riesgos especiales? Mas aun ¿cómo se
explica que el Banco Popular haya superado los sucesivos controles y test
impulsados por el Banco Central Europeo y las autoridades financieras europeas?
Nadie desde los poderes
públicos nacionales y europeos advirtió que se estaba gestando la bancarrota de
una de las grandes entidades financieras de nuestro país. Ni el último gobierno
de Rodríguez Zapatero ni los gobiernos de Rajoy se molestaron en advertir a la ciudadanía
que el Banco Popular estaba en una situación de riesgo. Por el contrario, siguieron
alimentando irresponsablemente la confianza de cientos de miles de pequeños y
medianos accionistas, que han visto convertirse sus acciones en papel para
envolver bocadillos, como sucedió en los últimos meses de la Republica Alemana
de Weimar, cuando los billetes de banco solo valían su peso en papel usado.
Es verdad que no
resulta conveniente generar alarmas que provoquen la huida de inversores, accionistas
y depositarios, pero entre generar el pánico en relación a un banco y mirar
hacia otro lado como si nada estuviera pasando, hay un término medio que nadie
ha sabido o querido asumir entre los responsables públicos.
El Banco de España,
sobre todo desde la nefasta dirección de Miguel Ángel Fernández Ordoñez, nos ha
tenido acostumbrados a preocuparse más por la evolución de los salarios, de las
pensiones o de la regulación del despido, que por lo que debería ser una de sus
funciones fundamentales, la supervisión rigurosa de las entidades financieras
de nuestro país. Y tampoco han ejercido esa responsabilidad ni los ministros
socialistas Pedro Solbes, ni su sucesora Elena Salgado, ni el actual ministro Luis
de Guindos.
Ahora todas esas
autoridades se felicitan porque la bancarrota del Popular no le ha costado nada
a la hacienda pública española, gracias a la “respuesta responsable y solidaria”
del Banco Santander. Borrón y cuenta nueva y a otra cosa mariposa.
300.000 accionistas
estafados, una amenaza evidente para los puestos de trabajo de miles de
empleados del Banco Popular y un previsible negocio del Banco Santander a la
vuelta de unos años, cuando empiece a rentabilizar la cartera de clientes y la
red de locales del banco adquirido por un euro.
Y no pasa nada. Ni el
gobernador del Banco de España dimite por tan inmensa mala gestión, ni por
supuesto dimite ningún ministro del gobierno. Tampoco ninguna autoridad de la Unión
Europea ni del Banco Central se han molestado en dar explicaciones de sus
errores en la evaluación del Banco Popular.
En una sociedad democrática
seria y madura, los partidos de la oposición habrían exigido la inmediata creación
de una comisión de investigación parlamentaria sobre la gestión del Banco
Popular y la comparecencia de los máximos responsables del mismo en los últimos
10 años y también de los responsables del Banco Santander para conocer sus
planes de actuación con el banco adquirido. Y por supuesto de los responsables
gubernamentales y gobernadores del Banco de España en estos años.
En una sociedad democrática
seria y madura, el Fiscal General del Estado habría abierto de manera inmediata
una investigación sobre el fraude a 300.000 ciudadanos y las garantías de su adquisición
por el Banco de Santander. La Audiencia Nacional habría tomado cartas en el
asunto.
Un fraude de esta
envergadura exige medidas urgentes para delimitar responsabilidades políticas y
penales. La junta directiva y el consejo de Administración del Banco Popular de
los últimos diez años deberían estar declarando antes los jueces y los máximos dirigentes
como medida cautelar deberían estar durmiendo en los calabozos y no en su casa,
disfrutando de los pingues beneficios personales conseguidos mientras
arruinaban el banco.
Es muy posible que esta
vergonzosa bancarrota no le importe mucho al resto de las grandes entidades
financieras españolas que tienen un rival menos con quien competir. Ya hay
voces, algunas interesadas, que están alertando de los riesgos de la fuerte concentración
de la banca española. Y ante ello de nuevo el silencio de los responsables públicos.
Ahora asistiremos a una
caza del accionista estafado por parte de grandes despachos de abogados y a una
larga cadena de negociaciones y reclamaciones individuales o colectivas, que ya
veremos cuando y como se resuelven. Pero eso no es suficiente.
Son imprescindible medidas
urgentes y ejemplarizantes. Al menos los dos últimos presidentes, Ángel Ron y
Emilio Saracho, deberían ser rápidamente procesados, juzgados y condenados por
su gestión.
Y Pedro Solbes, Elena
Salgado, Luis de Guindos, Miguel Ángel Fernández Ordoñez y Luis Linde tampoco
pueden irse de rositas. Y si pueden eludir la sanción penal, al menos que la
condena política y el oprobio público caiga sobre ellos por su irresponsable
actitud.
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