Creo recordar que los de “Letras” éramos 22. Estábamos juntos en Latín y Griego
y el resto de las asignaturas, menos las de ciencias, eran comunes con los
demas compañeros de nuestras clases originarias, Quinto A, B o C. Es curioso
pero a pesar de tener solo dos horas diarias de clase compartidas, nuestra seña
de identidad era ser de Letras, nuestras relaciones y lazos de amistad nos
vincularon ya definitivamente a los 22 y dejamos de sentirnos como parte del
curso general.
Como la vida nos demostró en las
siguientes décadas, los de “Letras”, éramos
gente muy diversa en muchos aspectos y sin embargo el grupo se relaciono muy
bien, no se generaron problemas ni tensiones, ni grupitos ni camarillas. Debe
ser que el latín y el griego tenían una gran fuerza aglutinadora.
Al ser tan pocos nos colocaban en un
aula pequeña y lo cierto es que en cada traslado adrede perdíamos bastante el
tiempo. Aun y así nos cundían mucho las clases. En los tres años, tradujimos
buena parte de “Las Guerras de las Galias”, de “Las Cartas de Cicerón” y de “La
Eneida”, y en griego “La Iliada” y “La Odisea”. Creo que pocas veces he
disfrutado tanto estudiando. Sobre todo con “La Iliada”, seguramente el libro
que má
Membrilera y yo, éramos los mejores.
Esta mal decirlo, pero es la pura realidad. Y como nos volvimos muy solidarios,
a menudo antes de empezar la clase y de que hubiera llegado el profesor, leíamos
en voz alta las traducciones para quien no le había dado tiempo, se había
atascado o lo había hecho mal. El problema surgía cuando o Juan o yo nos equivocábamos,
que toda la clase aparecía con el mismo error, para mosqueo y cabreo de
“Nikita” o del “Goyo”, pero la verdad es que esto sucedía pocas veces. ¡éramos
muy buenos!
Dejar atrás, para siempre, las matemáticas,
la física, la química, la geometría, el dibujo…fue una increíble liberación.
Aunque años después, cuando en segundo de Derecho y conocí al Profesor Prados
Arrarte que impartía “Economía Política”, me entusiasmó la asignatura y sentí
no tener una base matemática. Con el paso del tiempo llegué pensar que Derecho
era una carrera y una profesión aburridísima y que hubiera sido mucho mejor
estudiar Económicas.
En los tres cursos de bachillerato
superior empecé a sacar muy buenas notas. Los sobresalientes y notables eran mayoría.
Y a final de curso llegaron las matriculas y las menciones de honor. En el caso
de las Matriculas nos daban una especie de medalla-cruz, imitando a las de los
militares (algunas de las cuales todavía conservo) y además un historiado
diploma. En el número de la revista del Colegio, “Afán”, correspondiente al
ultimo trimestre del curso, figuraban los Cuadros de Honor de cada clase, con
la relación de alumnos que habían logrado matriculas y menciones de honor. Era
un gran satisfacción aparecer alli.
Mis padres contemplaban con alegria como
su primogénito, al igual que el niño Jesús en el Evangelio de San Lucas, iba
creciendo en edad, sabiduría y gracia, y dejaba atrás los suspensos o aprobados
raspados.
En el bachillerato superior los curas
que teníamos de profesores eran ya más mayores, aunque no se muy bien que edad podrían
tener el Padre Mateo, el Padre Samuel, el Padre Fidel o el Padre Pascual. El
Padre Samuel todavía vivía hace poco y teniendo en cuenta que han pasado 50
años, quizás tuviera entonces en torno a los 35 o 40 años, vamos un chaval, de
la edad de mis hijos.
Ellos eran más serios y nosotros más
trastos. Una de las cosas que más nos gustaba hacer era disparar con la funda
del bolígrafo “Bic” pelotitas diminutas de papel manchadas en tinta, con
destino a la espalda del hábito color blanco crema. Al terminar la clase podían
tener cinco, seis, siete manchitas. ¿que pensarían al quitarse el habito por la
noche?
El Padre Samuel era bajito y más bien
gordito. Era fácil enfadarle y sus cabreos nos divertían mucho, a pesar de los
capones que daba, porque tenía un tono campechano. El Padre Mateo era más distante,
nos dio filosofía, una asignatura que nunca entendí y nunca me gustó. Pero su
discurso fundamental era hablarnos de Julio Iglesias, un joven modelico.
“Julito”, como el lo llamaba, había sido alumno del colegio, un gran jugador de
futbol, hasta que tuvo un accidente y se quedó de momento en una silla de
ruedas. Con el paso del tiempo y la rehabilitación, dejó el futbol por la canción.
Nosotros deberíamos aprender de “Julito”, de su abnegación, fuerza de voluntad
y espíritu de superación. Era un ejemplo
de chico cristiano, claro que cuando aquello aun no se había convertido en un
mujeriego, multidivorciado y evasor de impuestos.
Pero el “Julito” hasta en la sopa, no se
quedaba en los sermones del Padre Mateo. En todos los festivales del Colegio de
las Fiestas de la Inmaculada o de Fin de Curso, uno de los platos fuertes era
su actuación. Al principio saliendo a escena con muletas, después apoyándose en
un bastón. Era el momento en que muchísimos alumnos se levantaban de sus
butacas y salían fuera, con el consiguiente cabreo de los curas y en especial
del Padre Mateo, que nos lo afeaba en la siguiente clase. Lo peor es que a
muchos familiares presentes, les encantaba la historia de “Julito” y sus canciones,
afortunadamente no era el caso de los míos.
Había otros curas a los que nos sentíamos
más cercanos. El Padre Miguel, por encima de todos (y del que hablaré largo y
tendido en la próxima entrega). El Padre Javier Flamarique, joven, simpático,
alegre, deportista. Como también eran deportistas y cercanos los Padres (eran
dos hermanos) Sternfeld.
El Padre Juan Antonio, con características
muy parecidas al Padre Conrado, era otro navarro grandote, cuyos sermones
resultaban apasionados y a menudo con un tono social, dentro de lo posible en
aquellos años. Nos hablaba de “los suburbios” y nos invitaba a que fuéramos a
verlos. Yo lo hice algún domingo, acompañando a mi padre que colaboraba con el
Padre Llanos en la construcción de casitas para inmigrantes del campo, en el
Pozo del Tío Raimundo. El Padre Juan Antonio en los años 70 fue de misionero a Centroamérica,
abrazó la Teología de la liberación y se casó con una monja. De esto nos enteramos muchos años después,
aunque a decir verdad no nos sorprendió mucho.
En los últimos años de bachillerato estábamos
más resabiados y empezaron los novillos. No era de los que mas hacía, aunque
algunos hice. Los destinos habituales eran o el cine o los billares Moncloa.
Nunca entendí el juego del billar además jugaba muy mal; sí me gustaban las
maquinas “pinball”, aunque tampoco era un manitas y encima se chupaban el
dinero rápidamente. Así que prefería ir al cine. El barrio era una delicia para
los amantes del cine barato, de reestrenos, casi todos de doble sesión: Iris,
Pelayo, Urquijo, Arguelles, California, Quevedo, Vallehermoso, Galileo,
Emperador…todos muy cerca de mi casa.
Teníamos perfectamente identificados los
cines cuyos porteros eran permisivos con la edad y los que no. Los que aparentábamos
ser mas mayores, como era mi caso, nos encargábamos de sacar las entradas en
taquilla y luego intentábamos entrar todos a mogollón. Casi siempre funcionaba.
Cuando ibamos al cine por nuestra cuenta siempre había dos criterios de
referencia, ver películas de acción, fueran del oeste, de policías y ladrones,
o de “romanos”, descartando el cine español, las de amor o románticas y a ser
posible las en blanco y negro. El otro criterio es que tuvieran la calificación
moral de 3R (mayores con reparos) y mejor aun 4 (gravemente peligrosa). Hoy día
buena parte de las películas y series de televisión podrían ser consideradas 4.
En todo caso era mucho más lo que imaginábamos que lo que realmente veíamos.
Otro aliciente de los novillos era el
poder fumar sin que nadie nos regañara. En los billares Moncloa había una espesa
capa de humo. En el cine se podía fumar en el hall durante el descanso.
No recuerdo que me pillaran nunca
haciendo novillos. Ni en mi casa ni en el colegio. La firma de mi padre era muy
fácil de falsificar y sus tarjetas de visita con sus sobrecitos estaban a la
vista, por lo que no tenía mucha dificultad para al día siguiente llevar una
justificación al colegio; ni los curas ni los profesores ponían mucho interés
en averiguar la verdad, siempre y cuando los novillos no fueran muy frecuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario