El Padre Justo era muy peculiar. A los
alumnos nos caía bien, con su aspecto de sabio despistado. En quinto de
bachillerato era el encargado de dar Ciencias Naturales, una de las asignaturas
más divertidas y con más actividades en paralelo.
Pero el bueno del Padre Justo tenía una misión
especial y podríamos decir que casi imposible: explicar la reproducción de las
plantas, animales y seres humanos. Lo hacia inmerso en metáforas y poesía.
Afortunadamente a mí me lo había explicado con todo lujo de detalles, cinco
años antes, mi primo Fernando. Mi padre algún tiempo después, mientras dábamos
un largo paseo en Bixquert, por el campo empapado tras una tormenta y a la vez
que buscábamos caracoles, también afrontó la tarea que más pronto o más tarde
los padres conscientes y cariñosos tienen que realizar. Intenté hacer lo más
corto y fácil ese trago, pero mi padre insistía, todo ello con una explicación
muy parecida a la que nos daría el Padre Justo. Y algo similar les ocurrió a casi
todos los compañeros de clase.
Por suerte, los niños españoles de
aquellos años teníamos amigos o hermanos o primos mayores que de forma mas
primaria y menos romántica nos introdujeron en el mundo del sexo. (Lo de las
niñas debió ser mucho más difícil, ya que en Primero de Derecho las chicas de
mi pandilla tenían una información alucinante al respecto y tuvimos que ser los
chicos quienes les tuvimos que aclarar que no se quedaban embarazadas por un
beso).
La llegada del sexo a nuestras vidas
vino acompañada de una búsqueda febril en el Diccionario de la Real Academia,
con resultados desalentadores. Y hay que admitir que, al menos mi generación,
no nos enteramos medio bien de las cosas hasta que el Dr. López Ibor en 1968
publicó su best seller el “Libro de la Vida Sexual”. Durante varias tardes,
Maye, mi novia de entonces, José María Mohedano y su novia María Jesús, leímos
con fruición en casa de esta ultima el famoso libro que habían comprado sus
padres. Seguramente si hoy lo volviera a leer me quedaría espantado de muchos
de sus enfoques.
Pero el sexo nos trajo un cambio
cualitativo en la cuestión del pecado.
Hasta entonces los pecados eran muy
sencillos y todos ellos “veniales”: mangar dinero a tu padre, pegar a tus
hermanas, insultar a un amigo, decir alguna mentira, retrasar la entrega de las
notas y poco más. Y por ello con penitencias muy benignas. Los pecados del sexo
eran todos graves o muy graves, según la modalidad de “pensamiento, palabra u
obra”.
Confesarse era un momento terrible. Buscábamos
diversos subterfugios. El más utilizado era el de “entreverar” los pecados
mortales entre la retahíla de pecados veniales, todos ellos dichos muy deprisa,
para que el confesor no se diera mucha cuenta. ¡Pero vaya oído que tenían! Otra
formula era confesarnos con el Padre Casimiro, el más viejecito del colegio y
bastante sordo; tenía unas sospechosas largas filas de solicitantes de su absolución.
Lo que resultaba fundamental era confesarse en los confesionarios que tenían
las ventanitas laterales, y que por tanto cabía la posibilidad de que el cura
no te reconociera, porque había una especie de celosía; la confesión por
delante, prácticamente un cara a cara, era un tormento inenarrable.
Y quedaba la última alternativa, confesarse
en otra iglesia con un cura desconocido. A este respecto el mejor lugar de los
que yo conocía era la parroquia de Santa Rita, con unos confesionarios modernísimos
que garantizaban el total anonimato.
Pero confesarse, había que confesarse,
porque de lo contrario no podías comulgar. Y en ese caso, si un chico se tiraba
días y días sin comulgar, los curas se daban cuenta de que algo pasaba. Aun y así
había quienes por unas u otras razones nunca se confesaban y nunca comulgaban,
claro que estos chicos no eran muy bien vistos y supongo que estarían en una
especie de “lista negra”.
La infracción del sexto mandamiento en
sí no era lo peor, lo peor era manifestar al confesor la comisión del pecado. Parafraseando
libremente a Jean Paúl Sartre, el infierno no era el pecado, el infierno era
confesarlo. Yo confiaba en la bondad de Dios y pensaba que mis pecados antes o después
serían perdonados, o en la confesión periódica, o en las indulgencias plenarias
de las Misas solemnes de Semana Santa, o en ultimo caso la indulgencia que algún
familiar se traía del Vaticano con un cuadrito del Papa. El miedo que yo tenia,
era morirme de pronto, en un accidente o de un ataque súbito, sin poder
confesarme y por ello con el riesgo de ir al infierno o al menos de pasar una
larga temporada en el purgatorio.
Algunos, como era mi caso, teníamos un
problema añadido, “el padre espiritual”. El mío era el Padre Conrado. Un
navarro vital, exuberante, de palabra fácil y vigorosa. A mis padres les
encantaba, decían que sus sermones eran “muy valientes y avanzados”.
Lógicamente mi confesión semana debía
realizarla con él. Y al final terminó por conocerme como si me hubiera parido.
Estaba empeñado en que me hiciera sacerdote y me fuera al seminario de Miranda
de Ebro, como ya lo había conseguido con mi amigo Tato Marcotegui. Yo tenía mis
dudas, unos días más que otros, pero en todo caso no quería defraudarle con mis
pecados, por lo que no había más remedio que confesarme dos veces, una con
él y otra en Santa Rita.
A partir de quinto de bachillerato todos
los años teníamos casi una semana de “ejercicios espirituales” en “Los
Negrales”. Esos días, además de no tener clase ni deberes, podíamos fumar a
mansalva en las habitaciones. Aunque formalmente estaba prohibido fumar en el
Colegio, ni por supuesto en el retiro de “Los Negrales”, los curas hacían la
vista gorda, ya que era imposible no detectar el olor de 120 chavales fumando
en sus cuartos, en los descansos para meditar, por las mañanas al levantarse o
por las noches al acostarse.
Algo parecido sucedía en las
excursiones, en las que fumábamos en la parte de atrás de los autobuses y desde
luego en el campo. Y si eran tolerantes con el tabaco, con la cerveza no es que
hubiera tolerancia, estaba totalmente permitida. De hecho una vez montados en
el autobús, la primera parada era la fábrica de “El laurel de Baco”, en la
plaza de la Moncloa, donde se cargaban decenas de cajas de botellines de
cerveza que allí fabricaban y de
refrescos “Orange Crush”. Aun conservo una foto de una excursión al pantano de
San Juan, en la que aparece el Padre Juan Navarro despachando cervezas de las
cajas que estaban enfriándose en el agua ¡y teníamos once o doce años! Claro
que mi padre cuando yo era aun más pequeño, siete u ocho años, algunas tardes
me llevaba a dar un paseo con él y terminábamos en la fabrica Mahou de la calle
Conde Duque, donde él se tomaba dos cañas y yo una. Eran otros tiempos. Tampoco
mi padre era muy rígido con lo de no fumar. De hecho a veces me dejaba dar unas
caladas en su pipa de “Amsterdamer”, un tabaco muy aromático. Una vez que salí
del Colegio, dejé de fumar y de comprarme aquellas cajetillas rojas de “Tres
Carabelas” y nunca más lo he vuelto a hacer.
En los ejercicios espirituales, conseguía
convencer a mi madre de que comíamos muy frugalmente, lo que no era cierto,
aunque al ser en Cuaresma no nos servían carne. Con ese pretexto mi madre me
compraba tres o cuatro tabletas de chocolate con leche Nestlé y dos botes de
leche condensada. Así que para mí era un retiro bien dulce. En los ejercicios había
charlas que nos daban los curas más prestigiosos del colegio, el Padre Conrado
o el Padre Juan Antonio y además venían otros sacerdotes, generalmente ajenos a
los Sagrados Corazones. Creo recordar que estos últimos eran mejores oradores
pero también mucho más tremendistas.
Los días de retiro surtían efecto, pero
solo un breve tiempo. Volvíamos a casa inflamados de deseos virtuosos. Nos decían
que éramos como “recién nacidos”, limpios de todo pecado y que así debíamos
procurar mantenernos. Pero como el propio San Mateo recogía en su Evangelio “el
espíritu es fuerte, pero la carne es débil”.
Perfecta descripción de lo que yo también viví. En mi caso la homosexualidad er un problema añadido, porque me resultó incomprensible durante algún tiempo, pero me hizo muy crítico con la moral católica y el dogma desde muy pronto.
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