El padre Pascual era el prefecto de
disciplina. Era alto y grueso. Daba un
poco de miedo, pero en el fondo era un buenazo. Un día me dijo que quería ver a
mi padre, porque no hacía caso a las indicaciones que me venían haciendo de no
llevar el pelo tan largo.
Mi padre fue al colegio a hablar con el
Padre Pascual; nunca me dijo lo que realmente pensó de la conversación, aunque
me figuro que le importaría un bledo. El pelo era un tema muy especial en mi familia.
Mi abuelo, mi padre y mi tío José Antonio fueron calvos desde muy jóvenes. Mi
padre quiso romper esa maldición capilar y cuando éramos pequeños, al llegar el
verano, cortaba a sus tres hijos el pelo al rape, al cero. Parecíamos niños
pobres del siglo XIX. A mí no me afectaba demasiado, pero mis hermanas no se atrevían
a salir de casa y ni siquiera se asomaban a las ventanas del patio. Ya de
adolescente mis padres se gastaron un dinero mandándome a un Instituto capilar,
recomendado por el tío José Antonio que había llevado allí a sus hijos. Me
llenaban de pringues variados, me hacían masajes, me pasaban unos horrorosos
cepillos eléctricos por la cabeza, tomaba unas pastillas. Todo fue inútil.
Por ello a mi padre en el fondo las
advertencias del Padre Pascual le debieron parecer hasta crueles, ¡que su hijo
disfrutara del pelo mientras tuviera! A todo esto mi “escandaloso” pelo consistía
en algo de patillas, flequillo un poco largo y melenita dos dedos por debajo
del cuello. De lo que tenían la culpa John, Paúl, Ringo y George. Hoy pocos se
acuerdan de la histeria que sacudió a sectores de la sociedad española en los
primeros años 60, cuando aparecieron The Beatles, esos “maricones” y “pervertidos”
ingleses, que además hacían un ruido espantoso.
En todo caso mi padre, para guardar las
formas, me mandó a la peluquería a que me recortaran algo el pelo. A los dos
meses estaba igual y el Padre Pascual me debió dejar por imposible.
Los de mi curso y los inmediatamente
anteriores no habíamos vivido la irrupción del rock and roll, que en España tan
solo una pequeñísima minoría conoció y siguió a finales de los años 50. En tan
solo unos años las cosas cambiaron algo. Los transistores, los tocadiscos portátiles
y los vinilos, dejaron de ser un objeto de súper lujo. Muchos jóvenes
españoles, sobre todo en las grandes ciudades,
pudieron acceder a la revolución musical y cultural que estaban
protagonizando The Beatles y los grupos británicos.
Mi padre, como ya he escrito en otro
post de este blog, nos compró en 1963 un tocadiscos stereo y unos primeros lps,
eps y singles. Fue muy equitativo en la compra de discos. Para él, Domenico
Modugno, Marlene Dietrich y música popular alemana. Para mi madre, Schubert,
Listz, Beethoven y Chopin. Para mí la banda sonora de West Side Story y de
Lawrence de Arabia, tres eps de The Beatles y un ep de The Rolling Stones.
Pero hubo más. Mi padre, que viajaba
todos los años a Ginebra a las reuniones de la OIT y también a Francia y
Alemania, compró un fantástico magnetofón Grundig, que en la práctica pasó a
ser de mi uso exclusivo. El magnetofón estuvo funcionando muchos años, acumulé
cintas llenas de música maravillosa. Se estropeó varias veces, lo llevé a
arreglar por mi cuenta, hasta que en los años 80 cascó definitivamente. Aun y así
guardé durante años como reliquias las cerca de 40 bobinas, hasta que comprendí que nunca más podría
escucharlas.
Y así empezó todo. A millones de jóvenes
de todo el mundo, el sonido de Liverpool nos cambió la vida.
En mi clase pocos tenían aun tocadiscos
y discos. Como ya escribí en la segunda entrega, Tato Marcotegui era una de esas excepciones. A
sus hermanos y sobre todo a sus hermanas mayores les gustaban los cantantes melódicos
franceses e italianos. Nos aprendimos de memoria las canciones de Pino
Donaggio, Jimmy Fontana, Gianni Morandi, Bobby Solo, Francoise Hardy, Marie
Laforet, Sylvie Vartan, Alain Barriere, Richard Anthony, después las de Adamo,
Herve Vilard, Claude Francoise, Christophe…
Entre los curas y los profesores había
opiniones diversas sobre la “beatlemania”, muchos eran críticos, pero otros no.
El Padre Miguel, profesor de Arte, nos dijo que cuando en el siglo XXI se
escribiera la historia de la música, se reconocería que The Beatles habían sido
tan importantes e influyentes como Bach o Mozart. También recuerdo que nos dio
una charla sobre los orígenes musicales de la canción “Inch Allah” de Adamo.
Lentamente las cosas empezaron a cambiar
también en el colegio, hasta el punto de autorizar la celebración de conciertos
de grupos de rock, en los que participaba algún alumno y lo más sorprendente,
con entrada libre de chicas. Así que en el colegio también tuvimos, a una
escala modesta, “los matinales del Price”, aquellos conciertos míticos, a los
que por cierto solo fui una vez.
Los conciertos se celebraban en el
comedor de alumnos y aunque tenían lugar muy de vez en cuando, eran auténticos,
es decir no se trataba de una versión “light”. Sonaban a toda pastilla, tocaban
puro rock, y nos dejaban seguir la música bailando. Supongo que la decisión de
autorizarlos debió ser polémica entre los propios curas y la dirección del
colegio, aunque no hay que olvidar que a esas alturas, 1965, 1966, la mayoría
de los curas mayores habían ido dejando el colegio, siendo sustituidos por otros
más jóvenes y resultaba imposible que de una u otra forma no estuvieran
influidos por los nuevos vientos que llegaban de Reino Unido y Estados Unidos.
Y respecto a la presencia de chicas,
lógicamente adolescentes de los colegios cercanos o amigas o familiares de
alumnos del colegio, era ya un primer presagio de lo que sucedería años más
tarde, en que nuestro colegio se convirtió en un colegio mixto, aunque los de
mi generación no llegamos a vivirlo.
El rock y las chicas estaban cada día más
presentes en nuestras conversaciones, ilusiones y fantasías. Quien más quien
menos al empezar el curso en septiembre contábamos nuestras hazañas veraniegas,
claro, sin testigos. Pero al llegar el
invierno eran contados con los dedos de una mano los que realmente salían con
chicas, más allá de fiestas familiares y situaciones parecidas.
Yo era de esos poquísimos que se
relacionaba cotidianamente con “una” chica.
Mi padre obsesionado, con razón, en que aprendiéramos
idiomas, me apuntó en la Escuela Central de Idiomas para estudiar alemán,
siguiendo sus pasos cuando de jovencito aprendió alemán en la Alemania nazi de
1935 y 1936. Duré dos meses, ante la desesperación de mi padre que también
intentaba darme clases en casa. Entonces me apuntó, ante la sorpresa general de
mi madre, del resto de la familia, de mis amigos y de los curas y profesores
del colegio, en clases de ruso en “Mangold”, en la Gran Vía. Fue en diciembre de
1963.
Tenía dos clases a la semana. La
profesora era una niña vasca de las que fueron a Rusia en plena Guerra Civil y había
vuelto a finales de los años 50. Fue la primera comunista que conocí en mi
vida. Era sumamente discreta en cuanto a sus ideas, pero enseguida captó que
conmigo y con Maye podía hablar con plena confianza. Maye tenía un año mas que
yo, pero parecía mucho más lista y madura. Era catalana por ambos lados. Pronto
caí deslumbrado y enamorado de ella (lo que no fue óbice para que en los años
siguientes siguiera enamorándome en verano de mis amigas de Xativa, Amparo,
Carmina e Inés).
Maye vivía en San Francisco de Sales 3,
perfecto pretexto para ir y volver juntos a Mangold en un microbus amarillo. La
recogía en su casa y después la acompañaba y me enrollaba en el portal sin
querer despedirme. La verdad es que nos hicimos amiguísimos, teníamos muchos
gustos e ideas en común, pero por el momento nada más.
Mis amigos participaron desde el primer
momento de mi enamoramiento e incluso alguno vino a la salida de Mangold, para
conocerla. Y a todos les gustó. La llamaban “la camarada”.
Durante casi tres años, hasta que entré
en la universidad, seguí yendo a Mangold. Aprender, aprender, aprendí poquísimo,
aunque llegué a hacerle poemas de amor en ruso a Maye, que la profesora, cómplice
encantada, me corregía. En el ultimo año de Mangold, Maye entró en la
universidad y todos los días me hacía participe de ese mundo que estaba
descubriendo. Lo peor fue que ella se enamoró de un pijo rico de su clase, Ramón
Gandarias, que afortunadamente no la hacía mucho caso. Gracias a eso, empezamos
a salir a bailar a discotecas y a guateques en la Facultad o en casas de sus
amigas.
Mis padres me hicieron un traje a la
medida para salir con ella. Escogí el modelo de un reportaje sobre los “mods” británicos.
Era de cuadritos y de color entre amarillo pálido y marrón clarito. (Hay que
recordar que a mi padre, como buen mediterráneo y a mi madre como buena esposa
de un mediterráneo, les encantaban las ropas de colores y formas poco
tradicionales). Menos mal que no hay fotos. Aunque nunca me lo dijo, a Maye no
le debió gustar mucho mi traje “mod” y desde luego a su madre nada en absoluto;
claro que su madre todos los días echaba leña al fuego para que su hija dejara
de salir con ese muchachito.
Con la profesora de ruso, Maye y yo
seguimos viéndonos periódicamente. Cuando la escisión pro soviética del PCE,
ella optó por los pro soviéticos de forma un tanto intransigente y dejamos de
vernos.
Nunca exageré ni deformé el tipo de
relación que durante esos tres cursos, quinto, sexto y preu, mantuve con Maye,
pero curiosamente mis amigos llegaron a pensar que no les contaba todo y que
entre “la camarada” y yo había mucho más de lo que les daba a entender. Al
Padre Conrado, esperando mi futura marcha al Seminario de Miranda de Ebro,
también desconfiaba mucho de esa amistad.
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