En el colegio, además de enseñarme
Historia de España y Universal, Geografía, Historia Sagrada, Literatura, Latín
y Griego, lo más importante es que me despertaron el interés e incluso la pasión
por estas materias, que se ha mantenido a lo largo de mi vida. Pero el mayor
logro fue darme a conocer la Historia del Arte y esto último se lo debo en
exclusiva al Padre Miguel.
Era bajito, con el pelo muy negro y
rizado, que recordaba de alguna manera a Antonio Gramsci. Era discreto, poco
amante de destacar en los acontecimientos del colegio. Todos sus alumnos le
recuerdan con gran admiración y afecto. En las comidas mensuales que celebramos
los de Letras, hablamos con frecuencia de él y de sus clases y nunca ha salido
de nosotros la menor critica, todo lo contrario.
Llegaba a clase casi siempre cargado del
aparato de diapositivas y nos iba explicando las fotografías con todo detalle y
sabiduría. Y lo más importante transmitía pasión por cada escultura, pintura,
monumento, ruina o pieza musical, que también nos enseñaba con su tocadiscos.
Todo ello sin censuras de ningún tipo.
Las enseñanzas del Padre Miguel no eran
ni memorísticas ni escolásticas. Situaba el arte en el contexto político y
social, al igual que hacían los especialistas e historiadores más avanzados de
aquellos tiempos y como después leeríamos en los libros de Arnold Hauser. No me
atrevo a decir que el Padre Miguel fuera de izquierdas, pero no me sorprendería
nada. De hecho en los diez años de colegio, fue el único que expresamente y en
clase delante de todos sus alumnos, criticó la falta de libertades del régimen
franquista y hacía sarcásticos comentarios sobre la cada vez más frecuente
presencia de jeeps de la policía armada en la calle Romero Robledo.
La figura del Padre Miguel, como la del
Padre Federico Sopeña, el Padre Llanos, Diez Alegría, González Ruiz, Cassia
Just o Josep María Dalmau y otros muchos, fueron un claro exponente de que había
otra forma muy distinta de comprender y practicar el cristianismo y que afortunadamente en nuestro país había
sacerdotes que nada tenían que ver con el cura trabucaire de los relatos de
Galdos o de Pío Baroja o de las imágenes de la guerra civil y la posguerra.
Ya he referido que en el colegio, en los
años 60, estaba muy desdibujada la influencia ideológica del franquismo, pero seguía
siendo obligatoria la asignatura de “Formación del Espíritu Nacional”; aunque a
esas alturas también había perdido buena parte de sus contenidos políticos explícitos.
Los libros de “F.E.N.”, que yo tuve, afortunadamente muy poco tenían que ver
con los de la posguerra y los de los años 50. Los nuestros estaban
magníficamente editados, desde unas brillantes portadas, hasta unas fotografías
y dibujos de calidad. Incluso los textos estaban cuidados, por supuesto dentro
de los márgenes del franquismo y así uno de los libros, “Aprendiz de hombre”,
estaba escrito nada menos que por Gonzalo Torrente Ballester.
Al profesor de F.E.N., le llamábamos
cruelmente “rompetechos”, os podéis imaginar la razón. Aunque llevaba la
insignia de la División Azul, creo que era consciente de que los tiempos
estaban cambiando y que los alumnos ya no estaban para muchos trotes de
adoctrinamiento franquista. Incluso no se si tenía una cierta mala conciencia
de que para ganarse la vida se veía en la necesidad de dar esa asignatura, en
la que no ponía ningún pasión. No recuerdo que nadie suspendiera y los exámenes
no solo eran muy fáciles, sino que la mayoría de los alumnos los terminábamos
con frases del tipo “Arriba España!” o “Viva Franco!”, pensando que así se
garantizaba el aprobado. ¿Qué pensaría cuando en su casa los estuviera
corrigiendo?
En sexto curso tuve la única experiencia
de la que no me siento en absoluto orgulloso. Fue una época en que se pusieron
de moda los pistones, que raspábamos contra las paredes o el suelo para que
explotaran haciendo ruido; desde luego menos ruidosos y peligrosos que los actuales
petardos de las fiestas navideñas.
Un día llené un bote de cristal de
mermelada con pistones, encendí uno y lo eché dentro de un puestecillo de
chucherías que había al final de la calle Princesa, enfrente de la ya
desaparecida cafetería Zulia. El puesto lo llevaba una señora viejilla, que
tenía muy mal genio, ponía unas raciones minúsculas de pipas y chufas y nos caía
fatal a todos los chicos. Los pistones
empezaron a explotar y a saltar del bote. Según contó después la señora, se le rompió
mercancía y una parte se le quemó. Como el único colegio de chicos que había en
los alrededores era el nuestro, allí que
se fue a denunciar a los bárbaros incendiarios, porque aunque el autor
intelectual y material de la tropelía fui yo, había otros amigos acompañando.
No se como lo hicieron y quien se pudo
chivar, pero los curas me descubrieron rápidamente; por supuesto no denuncié a
nadie de los que habían estado presentes. El Padre Pascual me dijo que era una
falta gravísima y que quedaba expulsado un mes. Me dio una carta poniendo en
antecedentes a mis padres y me adelantó que me había jugado la matrícula de conducta
de ese curso.
No dije nada a mis padres. Todas las
mañanas como si tal cosa salía de casa con la cartera, daba vueltas por el
barrio hasta que abrían alguno de los cines matinales y me tragaba las dos películas;
por la tarde el mismo plan. Mis amigos estaban un poco preocupados por como iba
a terminar la aventura. Al cuarto día, supongo que extrañado de que mi padre no
hubiera aparecido por el Colegio tras la expulsión, el Padre Pascual llamó a
casa. Y se descubrió el pastel.
Aunque mi madre, con quien había hablado
el Padre Pascual, intentó suavizar las cosas a mi padre, cuando este llegó la
bronca fue monumental. Lo más suave que me dijo fue “majadero”, su insulto
preferido; ya no recuerdo si me dio algún tortazo. Me castigó a miles de cosas
y esa tarde nos fuimos los dos a ver al Padre Pascual. Este yo creo que se
apiadó algo de mí, al ver el enorme cabreo de mi padre y los castigos que me había
preparado. Me volvieron a admitir al día siguiente y yo estuve sin paga y sin
salir los fines de semana durante un mes, aunque las cosas se fueron relajando
con el paso del tiempo.
Lo que si perdí fue la matricula de
conducta, en lo que también influyó que en ese curso casi todas las tardes
llegaba al colegio cuando la fila estaba
subiendo por las escaleras o incluso estaba entrando en clase. Estaba muy
justificado y la culpa era del programa “Vuelo 605” de Ángel Álvarez en Radio
Peninsular. Empezaba a las 3 de la tarde y terminaba a las 3 y 25. Lo acababa
de descubrir y estaba fascinado. Nada más terminar de comer, me metía en mi
habitación a oírlo en el transistor que me trajó mi padre de Ginebra. Cuando ya
estaba terminando el programa salía
disparado de casa y corría hasta el colegio. A paso normal de mi casa al cole podía
tardar 8 o 10 minutos y tenía que hacerlo en la mitad de tiempo. Afortunadamente
aunque la campana para formar las filas de cada clase sonaba a las 3 y media en
punto, siempre se tardaba algún minuto hasta que enfilábamos las escaleras
camino de las aulas y por suerte no se cerraban las puertas de la calle para
permitir la entrada de los más rezagados.
En sexto y también en preu Tato
Marcotegui ya no fue el único en llegar tarde a clase, le hice compañía. Aunque
en Preu, ya sin el baldón del ataque al puesto de chuches, conseguí la matrícula
de conducta.
(Lamentablemente solo dispongo de una
foto alejada del Padre Miguel, que aparece a la derecha de esos alumnos que
seguramente estarían declamando algún poema a la Inmaculada)
Claro, Carlos Jimenez de Parga era otro de los curas conciliares que realizo un estupendo trabajo
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