Al comienzo de los años 60 en el colegio
también se notó que en España algunas cosas estaban empezando a cambiar.
El primer síntoma fue la aparición del camión
de la Coca Cola, que periódicamente, ¿una o dos veces al año?, entraba en el
patio del colegio, con la alegría general de todos los alumnos. Íbamos bajando
clase por clase, y después de una larga cola, que estimulaba más el deseo, nos
regalaban a cada alumno una botella.
Otra señal, fue el aparato de Rayos-X.
Todos los años nos hacían un reconocimiento de rayos-X, que duraba un buen rato
con cada uno y mientras te lo hacían a tí, los de atrás de la fila miraban
atentamente tus tripas y pulmones. El único que iba protegido con un delantal
de plomo era el médico. Eran otros tiempos. Me supongo que en los 7
reconocimientos que me hicieron en todo el bachillerato, adquirí casi tantas
radiaciones como si me hubiera dado un paseo por Chernobil.
Y de vez en cuando, al salir del cole a
la hora de comer, en la calle Romero Robledo
había aparcados varios jeeps de policías y en la esquina de la todavía
Plaza de la Moncloa con Princesa había grupos de policías patrullando.
Parafraseando la canción Ballad of a Thin Man de Bob Dylan, “algo estaba
sucediendo en la Universidad, pero nosotros aun no sabíamos que era”.
Efectivamente seguíamos en nuestro mundo
feliz. Aprendí a ayudar a misa, y lo hacía muy bien. Me sabía todas las
contestaciones en latín (y aun las recuerdo). Lo de ayudar a misa estaba bastante
solicitado, porque tenía ciertas ventajas, aparte de que algunos atrevidos
echaban algún traguito al vino de misa, ya que después de la celebración te
dejaban ir a desayunar al comedor, con lo que entre unas cosas y otras era fácil
saltarte la primera clase del día. Lo que más valoraban los curas era que les
acompañaras a ayudar a otro lugar, en general colegios de monjas y pequeñas
capillas de los alrededores, lo que suponía tener que madrugar bastante más.
Hubo nuevas mejoras arquitectónicas en
el Colegio. Las fiestas eran cada vez más rumbosas, con imponentes fuegos
artificiales, impresionantes altares en medio del patio, con procesiones con
pajes y todo…
Sin duda uno de los acontecimientos mas
importantes de aquellos años fue el estreno de la película “Molokai”, que
narraba la experiencia del Padre Damian de Veuster, sacerdote belga de la
Orden, que inmoló su vida ayudando a los leprosos en una isla perdida del
Pacifico. La película, española, interpretada por un guapo Javier Escriva que
termina con la cara totalmente deformada, creó una gran simpatía y admiración
hacia el Padre Damian, multiplicada por mil en los colegios de los Sagrados
Corazones.
Acabamos algo saturados de “Molokai”. No
se cuantas veces vimos la película. Durante varios años caía inevitablemente en
algún festival, más las veces que se proyectaba en la propia sala de cine del
Colegio. A nuestra edad lo que mas nos impresionaba era la enfermedad de la
lepra y la posibilidad de terminar como en las dramáticas escenas finales de la
película.
Las misiones estaban siempre presentes
en las actividades religiosas del colegio, aunque no era una Orden con gran proyección
misionera. Una de las formas de colaboración de los alumnos, además del
“Domund”, eran las campañas de recogida de sellos que se realizaban
periódicamente. Como en tantas otras cosas se estimulaba con la competencia
entre los diversos cursos. Se elaboraban una especie de termómetros donde
figuraban los sellos que se iban recogiendo en cada clase. Ahora no sé my bien
porque razón, desde muy pronto me encargaron a mí el control de la recogida en
mi clase, con la ayuda de Membrillera y de alguno más.
Hoy, cuando prácticamente han
desaparecido los sellos de nuestra vida cotidiana, no es fácil hacerse idea de
cómo conseguíamos miles y miles y miles de sellos. Con los años y dado el buen
trabajo, terminamos coordinando la recogida de todo el Colegio. Me recuerdo con
Juan arrastrando por los pasillos y escaleras enormes sacos repletos de sellos
y llevarlos al despachito de la Asociación de Alumnos. Nuestro altruismo tenía fácil
explicación. Las campañas del sello requerían bastantes tareas, que
inevitablemente nos libraban de ir a clase. En mi caso había otro inconfesable
motivo, que ahora ya puedo reconocer: era un precoz coleccionista de sellos y
aunque el 99’9% de los sellos que recogíamos eran vulgares y con la cara de
Franco en diversos colores, formatos y precios, de vez en cuando aparecían
sellos raros, que ni corto ni perezoso mangaba, eso sí sustituyéndolos por
otros, para no disminuir el número final.
Nuestra vida en el cole tenía un momento
central, el recreo de media mañana. Bajábamos las clases por tramos de edad, ya
que si bien el patio era muy grande, éramos cientos de alumnos, imposible de
estar a la vez. Había dos juegos fundamentales: el futbol, en primerísimo lugar
y “el rescate” (policías y ladrones). Nunca he visto que una película
reprodujera lo que podían ser cinco, seis, siete o más partidos de futbol a la
vez (ya que cada clase tenía sus equipos y jugadores) y cómo era posible la
coexistencia de cinco, seis o siete porteros en cada portería. Pues ese milagro
sucedía todos los días.
Nunca jugaba al futbol, ni sabía, ni me
gustaba, ni por supuesto me elegían los capitanes de los equipos. Lo mío era el
rescate y no porque corriera mucho, que no lo hacía, sino porque avanzaba hacia
mis compañeros prisioneros, camuflándome entre las decenas y decenas de
chavales que estaban moviéndose por el patio. No había mejor sensación que
llegar y rescatar a un montón, que salían corriendo, aunque eso me costara que
me cogieran a mí.
El clavo, las canicas y las chapas, eran
otras diversiones del recreo, a las que, sin ser un as ni mucho menos, me
gustaba jugar.
Y el recreo tenía un preámbulo
inexcusable, el desayuno en el comedor del patio. Había cuatro posibilidades,
bocadillo de chorizo normal, de chorizo de Pamplona, de queso, y de anchoas,
además del ¿café? con leche con galletas. Mi preferido era el de anchoas. Nunca
me harté de desayunar durante siete años un bocadillo de anchoas y nunca he
vuelto a comer en mi vida unos bocadillos de anchoas tan magníficos.
Los bocadillos de chorizo y queso
estaban ya preparados cuando bajábamos. Los de anchoas se hacían en el momento.
Encima del aparador había una inmensa lata redonda y el hermano cocinero, una
vez abierto el bocadillo, iba colocando una a una las anchoas que sacaba con un
tenedor, ante nuestra atenta mirada, mientras nuestros jugos gástricos ya no podían
contenerse. Íbamos contando el número de anchoas y hay que decir que el hermano
era generoso y cuando acababa, con una cuchara esparcía un chorro de aceite y
ya los jugos gástricos nos salían por la cabeza. Envolvía el bocadillo en una
servilleta gruesa para no mancharnos demasiado, pagabamos el duro y nos lo daba. Aun siendo un buen pedazo de bocadillo
no duraba mucho. Solo por esos bocadillos mereció la pena ir al Colegio.
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