En primero de bachillerato, cambié de clase y de amigos. Aparecieron Juan Manuel Membrillera, Tato Marcotegui, Miguel Jiménez Aleixandre, Julio Méndez y Alfonso López Lago (un gran tipo que moriría muy joven de una enfermedad tropical).
Membrillera fue (y sigue siendo) mi
mejor amigo. El hermano que me hubiera gustado tener, con quien compartí muchísimas
cosas, entre ellas las confidencias de la adolescencia, la pasión por la música
o el cine, el gusto por la comida o las novelas y tebeos y muchos años más
tarde similares ideas políticas. Con Juan pasaba muchos ratos los fines de
semana o en su casa o en la mía, o de excursión con mis padres a los ríos en
las cercanías de Madrid. También yo me sentía muy a gusto con su familia
numerosa. En varias ocasiones vino a pasar una temporada en nuestra casa de
Xativa.
Tato era y es entrañable; vivía enfrente del cole, decíamos que cuando
tocaban la campana para entrar, se levantaba de la cama y venía corriendo; que
se sepa siempre llegó tarde a clase. Su padre era un alto mando de los Servicios
Especiales de la Policía política y en la primera mitad de los años 60 estuvo
mucho tiempo fuera de España. Entonces la casa de Tato se convertía en terreno
liberado. Tenía dos hermanas y dos hermanos mayores, con todo lo que eso suponía
en aquellos tiempos, fumar, copitas, revistas, y encima Don Gregorio se había traído
de Alemania un apabullante aparato de Alta Fidelidad y cuando escuchábamos la “Obertura
1812” de
Tchaikovsky parecía que estuviéramos en el Kremlin. Si quedábamos en su casa
para estudiar, jamás abríamos los libros.
El padre de Tato siempre disponía de
cinco entradas en todos los cines y teatros de Madrid. Solo había que llamar a
su secretaria y reservar el día, el cine y la sesión. Tato quedaba con
nosotros, habitualmente Juan, Rafa Martínez, Julio y yo. Llegábamos a la
taquilla del cine, el decía muy serio: “Dirección General de Seguridad, Sr.
Marcotegui” y le daban un sobre con las entradas, siempre estupendas. Más de
una vez nos ocurrió que después el acomodador no quisiera dejar entrar a Tato,
porque era bajito y la película era para mayores. Fue especialmente duro cuando
algunos años después, en el cine Arguelles, se quedó en la puerta y nosotros pasamos a ver
la primera película de James Bond, con la deslumbrante Ursula Andress.
En los cuatro primeros cursos de
bachillerato, junto a los Padres prefectos, Daniel, Juan Navarro, José María
Agra y José Miguel (Chemi), aparecieron los profes seglares: Ambros de dibujo,
Ursicino de matemáticas, “Nikita” de Latin, Artiles de Griego, Canal de francés.
Y así como con los curas en general aprendí bastante, con los seglares hubo de
todo. En dibujo fui un autentico desastre, suspendía con cierta frecuencia, y
eso que mi madre me hacía en casa los dibujos más difíciles. En matemáticas también
me estrellé y solo con la ayuda de un profesor particular que me pusieron mis
padres, y cientos y cientos de problemas y ejercicios que conservé largos años,
pude ir saliendo del paso y aprobar la revalida. De física y química, ni me
enteré entonces ni nunca.
En cambio Nikita y Artiles, a pesar de
su mal genio, no solo me enseñaron sino que hicieron que me entusiasmara el latín
y el griego y que incluso algún verano, ya más mayor, pudiera dar clases a amigas, a Carmina, a Inés,
a Ethel.
Mención especial merece el Padre Juan
Navarro, que, a diferencia de casi todos los demás curas que o eran navarros,
aragoneses o castellanos, el era mediterráneo, de Alicante. Tuve con él una relación
de admiración y rabia. Nos descubrió la literatura española del siglo XIX y XX
y lo más insólito, la música española del siglo XX y muy en especial su paisano
Oscar Espla. Algunos jueves por la tarde nos llevaba a tres o cuatro de la
clase al Museo del Prado, al Retiro, al Zoológico, al Botánico. Le encantaba
hacer fotos. Me pidió un trabajo para fin de curso sobre el poema de Miguel de
Unamuno, “El Cristo de Velazquez”, que con once años, sin Google ni Wikipedia,
me tuve que trabajar a fondo. Me lo valoró mucho.
Sin embargo, todo lo que me guío y enseñó
en el terreno de la literatura, se convirtió en un absoluto caos en la gramática.
En definitiva en junio me suspendió en Lengua y Literatura, lo que me llenó de
rabia. (Ya he contado en otro post del blog, lo que me supuso ese verano
castigado en Xativa). En septiembre logré un nueve, pero el mal estaba hecho y
mi cerebro se negó a asumir las reglas gramaticales hasta hoy.
Hubo más cambios. Ya éramos físicamente más
mayores y los castigos empezaron a ser distintos. Reglazos en los dedos,
pellizcos, tirar de las patillas, tortazos, dar con el silbato metálico en la
cabeza (mi precoz calvicie tuvo algo que ver con ello). El peor castigo físico,
al menos para mí, era pasarte de rodillas la clase o media clase; el suelo de
las aulas era de terrazo y aunque de vez en cuando barrían, estaba lleno de
tierra y piedrecitas del patio que subíamos en los zapatos tras los recreos. Con
el peso se iban incrustando en las rodillas, íbamos todavía con pantalón corto,
y era una autentica tortura china. Al levantarte tenías que quitarte las
piedrecitas de la piel.
No era de los más castigados, más altos en
el ranking estaban Rafa Martínez y Lope Serrano, pero estaba bastante arriba. Todavía
mis amigos se acuerdan de un tortazo soberano, “premiun” se diría hoy, que me dio Nikita por copiar en un examen de latín.
He pensado mucho sobre aquellos castigos
físicos y tengo sensaciones encontradas. Para empezar no generaba en nosotros,
mas allá de la rabia y del dolor del momento, una reacción de ser victima de
una injusticia, porque siempre que nos sacudían “algo habíamos hecho”, nos parecía
hasta cierto punto normal. El castigo físico no producía rencor ni en el profe
ni el alumno. El mismo Nikita que casi me deja la cara del revés, me dio sendas
Matriculas de Honor en quinto, sexto y preu y yo le tenía un gran aprecio.
O alguno de esos curas, como “El Chemi”
que me levantaba en vilo tirando de mis patillas, luego cuando tenía que
ausentarse de clase y dejarnos solos, con frecuencia me encargaba de “que
vigilase y apuntara en una lista a los que hablaran”. No solo no apuntaba a
nadie, es que además tenía una llave de mi casa que abría las mesas de los
profesores y aprovechaba para sacar los grandes cuadernos donde tenían
apuntadas las notas del mes, y para satisfacción de mis compañeros las leía en
absoluto silencio, mientras uno estaba en la puerta vigilando para cuando
regresara el cura.
Además estaban los castigos “normales”,
como quedarse en clase a la hora del recreo o por la tarde o encargarte ración
extra de problemas, ejercicios o traducciones. Y los castigos colectivos, como
pasarnos el recreo dando vueltas al patio en fila india o uno más divertido, cuando
nos ponían a lo largo de los muros del patio, de cara a la pared, que era de
ladrillo visto asentado en masa de tierra y cemento. Entonces sacábamos los
largos clavos de jugar al “clavo” y con ferocidad de termitas, nos poníamos a
arrancar la masa, haciendo enormes agujeros. Nunca se dieron cuenta y nunca
entendimos como no terminaron cayéndose los muros.
Creo que vivíamos el castigo, como
consecuencia de que “no habías sido lo suficiente espabilado y te habían
pillado”, una especie de relación “redistributiva”. También es verdad que
alguna vez y algún compañero, de los más rebeldes, podían llevarse más de lo
que les correspondía y se rompía esa relación “redistributiva”. En todo caso,
el castigo era la excepción y no la regla y prácticamente todos lo pasábamos
bien en el Colegio, al menos hasta que llegó la plena adolescencia.
(Yo estoy en la foto inferior. El niño de cara redondita que esta a la derecha del Cura)
No hay comentarios:
Publicar un comentario