domingo, 10 de julio de 2016

NUEVOS AMIGOS, NUEVOS CASTIGOS; RECUERDOS DEL COLEGIO SAGRADOS CORAZONES (2)


En primero de bachillerato, cambié de clase y de amigos. Aparecieron Juan Manuel Membrillera, Tato Marcotegui, Miguel Jiménez Aleixandre, Julio Méndez y Alfonso López Lago (un gran tipo que moriría muy joven de una enfermedad tropical).

Membrillera fue (y sigue siendo) mi mejor amigo. El hermano que me hubiera gustado tener, con quien compartí muchísimas cosas, entre ellas las confidencias de la adolescencia, la pasión por la música o el cine, el gusto por la comida o las novelas y tebeos y muchos años más tarde similares ideas políticas. Con Juan pasaba muchos ratos los fines de semana o en su casa o en la mía, o de excursión con mis padres a los ríos en las cercanías de Madrid. También yo me sentía muy a gusto con su familia numerosa. En varias ocasiones vino a pasar una temporada en nuestra casa de Xativa.  

Tato era y es entrañable;  vivía enfrente del cole, decíamos que cuando tocaban la campana para entrar, se levantaba de la cama y venía corriendo; que se sepa siempre llegó tarde a clase. Su padre era un alto mando de los Servicios Especiales de la Policía política y en la primera mitad de los años 60 estuvo mucho tiempo fuera de España. Entonces la casa de Tato se convertía en terreno liberado. Tenía dos hermanas y dos hermanos mayores, con todo lo que eso suponía en aquellos tiempos, fumar, copitas, revistas, y encima Don Gregorio se había traído de Alemania un apabullante aparato de Alta Fidelidad y cuando escuchábamos la “Obertura 1812” de Tchaikovsky parecía que estuviéramos en el Kremlin. Si quedábamos en su casa para estudiar, jamás abríamos los libros.

El padre de Tato siempre disponía de cinco entradas en todos los cines y teatros de Madrid. Solo había que llamar a su secretaria y reservar el día, el cine y la sesión. Tato quedaba con nosotros, habitualmente Juan, Rafa Martínez, Julio y yo. Llegábamos a la taquilla del cine, el decía muy serio: “Dirección General de Seguridad, Sr. Marcotegui” y le daban un sobre con las entradas, siempre estupendas. Más de una vez nos ocurrió que después el acomodador no quisiera dejar entrar a Tato, porque era bajito y la película era para mayores. Fue especialmente duro cuando algunos años después, en el cine Arguelles,  se quedó en la puerta y nosotros pasamos a ver la primera película de James Bond, con la deslumbrante Ursula Andress.

En los cuatro primeros cursos de bachillerato, junto a los Padres prefectos, Daniel, Juan Navarro, José María Agra y José Miguel (Chemi), aparecieron los profes seglares: Ambros de dibujo, Ursicino de matemáticas, “Nikita” de Latin, Artiles de Griego, Canal de francés. Y así como con los curas en general aprendí bastante, con los seglares hubo de todo. En dibujo fui un autentico desastre, suspendía con cierta frecuencia, y eso que mi madre me hacía en casa los dibujos más difíciles. En matemáticas también me estrellé y solo con la ayuda de un profesor particular que me pusieron mis padres, y cientos y cientos de problemas y ejercicios que conservé largos años, pude ir saliendo del paso y aprobar la revalida. De física y química, ni me enteré entonces ni nunca.

En cambio Nikita y Artiles, a pesar de su mal genio, no solo me enseñaron sino que hicieron que me entusiasmara el latín y el griego y que incluso algún verano, ya más mayor,  pudiera dar clases a amigas, a Carmina, a Inés, a Ethel.

Mención especial merece el Padre Juan Navarro, que, a diferencia de casi todos los demás curas que o eran navarros, aragoneses o castellanos, el era mediterráneo, de Alicante. Tuve con él una relación de admiración y rabia. Nos descubrió la literatura española del siglo XIX y XX y lo más insólito, la música española del siglo XX y muy en especial su paisano Oscar Espla. Algunos jueves por la tarde nos llevaba a tres o cuatro de la clase al Museo del Prado, al Retiro, al Zoológico, al Botánico. Le encantaba hacer fotos. Me pidió un trabajo para fin de curso sobre el poema de Miguel de Unamuno, “El Cristo de Velazquez”, que con once años, sin Google ni Wikipedia, me tuve que trabajar a fondo. Me lo valoró mucho.

Sin embargo, todo lo que me guío y enseñó en el terreno de la literatura, se convirtió en un absoluto caos en la gramática. En definitiva en junio me suspendió en Lengua y Literatura, lo que me llenó de rabia. (Ya he contado en otro post del blog, lo que me supuso ese verano castigado en Xativa). En septiembre logré un nueve, pero el mal estaba hecho y mi cerebro se negó a asumir las reglas gramaticales hasta hoy.

Hubo más cambios. Ya éramos físicamente más mayores y los castigos empezaron a ser distintos. Reglazos en los dedos, pellizcos, tirar de las patillas, tortazos, dar con el silbato metálico en la cabeza (mi precoz calvicie tuvo algo que ver con ello). El peor castigo físico, al menos para mí, era pasarte de rodillas la clase o media clase; el suelo de las aulas era de terrazo y aunque de vez en cuando barrían, estaba lleno de tierra y piedrecitas del patio que subíamos en los zapatos tras los recreos. Con el peso se iban incrustando en las rodillas, íbamos todavía con pantalón corto, y era una autentica tortura china. Al levantarte tenías que quitarte las piedrecitas de la piel.

No era de los más castigados, más altos en el ranking estaban Rafa Martínez y Lope Serrano, pero estaba bastante arriba. Todavía mis amigos se acuerdan de un tortazo soberano, “premiun” se diría hoy,  que me dio Nikita por copiar en un examen de latín.

He pensado mucho sobre aquellos castigos físicos y tengo sensaciones encontradas. Para empezar no generaba en nosotros, mas allá de la rabia y del dolor del momento, una reacción de ser victima de una injusticia, porque siempre que nos sacudían “algo habíamos hecho”, nos parecía hasta cierto punto normal. El castigo físico no producía rencor ni en el profe ni el alumno. El mismo Nikita que casi me deja la cara del revés, me dio sendas Matriculas de Honor en quinto, sexto y preu y yo le tenía un gran aprecio.

O alguno de esos curas, como “El Chemi” que me levantaba en vilo tirando de mis patillas, luego cuando tenía que ausentarse de clase y dejarnos solos, con frecuencia me encargaba de “que vigilase y apuntara en una lista a los que hablaran”. No solo no apuntaba a nadie, es que además tenía una llave de mi casa que abría las mesas de los profesores y aprovechaba para sacar los grandes cuadernos donde tenían apuntadas las notas del mes, y para satisfacción de mis compañeros las leía en absoluto silencio, mientras uno estaba en la puerta vigilando para cuando regresara el cura.

Además estaban los castigos “normales”, como quedarse en clase a la hora del recreo o por la tarde o encargarte ración extra de problemas, ejercicios o traducciones. Y los castigos colectivos, como pasarnos el recreo dando vueltas al patio en fila india o uno más divertido, cuando nos ponían a lo largo de los muros del patio, de cara a la pared, que era de ladrillo visto asentado en masa de tierra y cemento. Entonces sacábamos los largos clavos de jugar al “clavo” y con ferocidad de termitas, nos poníamos a arrancar la masa, haciendo enormes agujeros. Nunca se dieron cuenta y nunca entendimos como no terminaron cayéndose los muros.

Creo que vivíamos el castigo, como consecuencia de que “no habías sido lo suficiente espabilado y te habían pillado”, una especie de relación “redistributiva”. También es verdad que alguna vez y algún compañero, de los más rebeldes, podían llevarse más de lo que les correspondía y se rompía esa relación “redistributiva”. En todo caso, el castigo era la excepción y no la regla y prácticamente todos lo pasábamos bien en el Colegio, al menos hasta que llegó la plena adolescencia.

(Yo estoy en la foto inferior. El niño de cara redondita que esta a la derecha del Cura)


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