Impactados por las noticias
internacionales de distinto signo, corremos el riesgo de dejar en un tercer
plano algunos hechos que deberían ser objeto de más atenta y general reflexión,
como p.e. la dramática muerte de 8 personas ancianas en el incendio de una
residencia de Zaragoza.
Cualquiera que conozca mínimamente este
sector puede llegar a la conclusión de que lo ocurrido en esta residencia
afortunadamente es una excepción pero podría ser la regla, ya que solo la
“buena suerte” evita que esta tragedia no se repita con más frecuencia.
Y lo primero que hay que decir es que la
responsabilidad esta repartida entre las empresas o entidades que gestionan
estos centros, las Administraciones Públicas, cuya obligación es el control y
vigilancia de los mismos y que sin embargo toleran graves irregularidades y las
familias que aceptan que sus ancianos y sobre todo ancianas, permanezcan en
esas residencias sin las debidas garantías.
La edad media en las residencias públicas
y privadas es de 80 años; buena parte de las personas residentes, lógicamente
tienen un elevado grado de dependencia física o mental, y en muchos casos
ambas, que les impide en mayor o menor medida actuar con autonomía. Esto
requiere instalaciones adaptadas, personal suficiente y con un nivel de conocimiento
especializado y con protocolos de actuación claros, rigurosos y conocidos, para
saber prestar los cuidados en las mejores condiciones de calidad y buen trato.
Sería demagógico no reconocer el enorme
esfuerzo de modernización de instalaciones, equipamientos y personal que el
sector residencial ha hecho en España en los últimos 20 años, especialmente en
lo que se refiere al ámbito público, pero también al privado.
Es verdad que en el sector público hay todavía
carencias relacionadas con el recorte presupuestario en servicios sociales en
los últimos años, que afecta tanto a la reducción y perfil de las plantillas,
como a la imprescindible adecuación de las instalaciones. Como también es
cierto que el sector privado, en especial los centros vinculados a las órdenes
religiosas, ha profesionalizado y dignificado la atención de manera notable.
Pero dicho esto, es innegable que el
sector residencial en nuestro país arrastra los tradicionales déficits de los
servicios sociales que siempre han sido el ámbito subalterno de nuestro estado
de bienestar social. La creación del Sistema de atención a la dependencia fue
un importantísimo paso normativo para cambiar la situación, pero ha quedado
frustrado por la coincidencia de su puesta en marcha con las políticas de
austeridad seguidas por el segundo
gobierno de Rodríguez Zapatero y el primero de Rajoy. Insuficiencia
presupuestaria que también han practicado, sin excepciones, las Comunidades Autónomas,
primeras responsables de la gestión de los servicios sociales.
Estas graves carencias han desembocado
en una oferta en la que el protagonismo cada vez mayor es el de la iniciativa
privada, concertada o estrictamente mercantil,
a diferencia del Sistema Nacional de Salud (e incluso del Sistema
Educativo) en los que la oferta pública es muy superior a la privada.
El panorama de la oferta privada
concertada, a su vez, esta muy condicionado por los ajustadísimos precios de
las plazas concertadas que por lo general en casi todas las Comunidades
Autónomas hacen prácticamente imposible garantizar una asistencia de calidad a
las personas residentes. Las empresas y entidades gestoras de las residencias
se ven abocadas a tener plantillas claramente insuficientes y sin la formación
profesional requerida y a no poder destinar muchos recursos para tener unas
instalaciones adecuadas al número y perfil de las personas residentes.
La contrapartida inevitable a esos bajos
precios de concertación pública, es una tolerancia o vista gorda con el
cumplimiento de los pliegos de condiciones de los contratos de
concertación. Esta realidad es un
secreto a voces para quien quiera enterarse y los inspectores que realizan su
trabajo con gran escasez de medios y limitada autoridad, comprueban año tras
año como sus informes y recomendaciones son archivadas o en el mejor de los
casos se hacen requerimientos, que solo en los casos de extrema gravedad
producen sanciones efectivas y eficaces. Y la razón de esa tolerancia es
evidente: ¿Qué hacemos con las personas residentes si cerramos un centro que no
reúne las condiciones? ¿Las mandamos a otro de similares características? ¿a
sus casas? ¿a engrosar las listas de espera?
La solución es clara pero tiene un coste
económico: una de dos o subimos los precios de la concertación y al que
incumpla se le anula de inmediato el concierto o invertimos mucho más en
centros de titularidad y gestión pública, o ambas cosas. Es imposible pensar en tener un Sistema de atención a la
Dependencia en un país con casi el 20% de la población mayor de 65 años y gastar
en cuidados de servicios sociales menos del 1% del PIB.
Y si esto pasa en el ámbito de financiación
o cofinanciación pública, en el sector privado puramente mercantil, la situación
es aun peor. Tenemos las residencias de “4 estrellas” por un lado, por lo
general con buena atención pero solo accesibles a una pequeñísima minoría de
familias y luego los cientos de residencias, la mayoría pequeñas, que se mueven
casi siempre en la “alegalidad”, como ha reconocido la administración aragonesa
en relación al centro incendiado, muchas de las cuales, si se fuera exigente en
la garantía de los derechos de las personas residentes, deberían estar
cerradas. Pero volvemos al dilema que antes señalaba ¿y que hacemos con esos
miles de ancianas y ancianos que malviven en esos centros si los cerramos?
El exponente más evidente de esa
realidad “alegal” es esa residencia incendiada con una sola empleada para
cuidar a unas 20 personas por la noche y con unos precios entre 900 y 1200
euros al mes, sin duda caros para muchas familias pero muy insuficientes para
una atención de calidad.
Tras lo ocurrido en la residencia
aragonesa, si la propiedad de ese centro tiene una grave responsabilidad penal,
mucha mayor la tiene la Administración Pública Aragonesa que toleró esa “alegalidad”
durante casi 20 años, todos los responsables político-administrativos
implicados en esa letal tolerancia, deberían estar ya declarando ante la Administración
de Justicia. Y algo tendrían que explicar también las familias que han podido
ser cómplices con su silencio.
En todo caso el problema de fondo no se resolverá
hasta que la ciudadanía no exijamos a nuestros gobiernos, estatal y autonómicos,
tener un Sistema de atención a la Dependencia digno, suficiente y con cobertura
realmente universal.
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