Por fin muchos, hasta el propio Rey
Felipe VI, se han dado cuenta que el desafío
de Artur Mas y los independentistas catalanes no iba a tener marcha atrás y
entonces han tocado arrebato. Algunos han destapado la caja de los truenos
incluso de las amenazas, otros, los menos, han intentado razonar con argumentos
concretos los motivos del desacuerdo con
el proceso independentista. En esa tardía y ahora frenética movilización se sitúa la “Carta a
los Catalanes” de Felipe González.
No seré yo quien discuta los meritos de
Felipe en los avances de la sociedad española durante sus gobiernos, o el papel
desempeñado en el impulso a la Unión Europea. Pero da la impresión de que González
no es consciente del tremendo deterioro de su imagen, tras los escándalos de su
última etapa de gobierno, de las poco aconsejables amistades que mantiene en determinados
círculos económicos, su pertenencia a Consejos de Administración o sus
recientes e innecesarias incursiones en la política latinoamericana, por no
recordar su tolerancia con la corrupción de Pujol. Felipe ya no es el Felipe de
1977 o de 1982.
Por ello debería ser muy cuidadoso y
medir muy bien los gestos para influir en la política española, sobre todo en
un tema tan complejo y envenenado como es la situación en Cataluña, donde además
el Partido Socialista de Cataluña ha estado sometido a vaivenes
incomprensibles, con buena parte de sus dirigentes alimentando por activa o
pasiva el argumentario independentista.
“La Carta a los Catalanes”, por muy bien
intencionada que pudiera ser, adolece de un evidente tono paternalista, en algunos
párrafos resulta prepotente, hay
amenazas mas o menos explicitas y encima contiene intolerables comparaciones
con el proceso nazi y fascista en los años 30. Es una carta, en todo caso para irritar a los independentistas y dar munición
a los ya convencidos. Y no es eso lo que se necesita en estos momentos.
Cuando más de un tercio de la ciudadanía
catalana no quiere o no sabe si va a participar en las elecciones del día 27 de
septiembre y otra parte tiene sus dudas sobre el sentido de su voto, el
objetivo de todos los que no estamos a favor del independentismo, debería ser fomentar
un debate serio y riguroso sobre dos
cuestiones: las consecuencias políticas, económicas y sociales de una Cataluña
independiente y en segundo lugar las posibles alternativas para consolidar y
mejorar la convivencia de Cataluña con el resto de España. Un debate de
argumentos no de descalificaciones o de lugares comunes, que permitiera tomar
decisiones con fundamento a esa importante parte indecisa o desmovilizada.
En mi opinión el debate se debería
centrar en cuatro grandes cuestiones: modelo y sostenibilidad del Estado de
Bienestar Social; política económica y fiscal; convivencia democracia y por
ultimo relaciones internacionales.
Modelo de pensiones, sanidad, servicios
sociales y atención a la dependencia. Modelo educativo. Modelo de relaciones
laborales. Política fiscal. Suficiencia energética. Red de comunicaciones y de
telecomunicaciones. Política medioambiental. I+D+I. política migratoria.
Respeto a los derechos educativos y culturales de la que sería minoría(?) no
independentista. Política de seguridad e incluso de defensa. Relaciones
internacionales. Relaciones comerciales….etc. Son las cuestiones que realmente
van a señalar si el estado catalán independiente supone una notable mejora para
el conjunto de la ciudadanía o simplemente un mayor poder para la elite política.
Es evidente que un estado catalán
independiente no partiría de cero, ni mucho menos. Cataluña no es una comunidad
desprovista de recursos materiales y humanos y por tanto podría hacer frente a
muchos retos de desarrollo económico y social en un mundo cada vez más
globalizado.
Pero en ese debate sobre un escenario de
estado independiente, no podemos olvidar cinco aspectos decisivos, que podríamos
denominar de costes de oportunidad.
En primer lugar, la derecha
nacionalista, que hay que recordar ha gobernado en Cataluña desde 1977, salvo
el breve paréntesis del gobierno tripartito, es tan neoliberal o más que la
derecha española. Los gobiernos de Artur Mas han ido aun más lejos en recortes
sociales y privatizaciones que los del propio PP. Sin el apoyo de los sectores
progresistas del conjunto de España, los trabajadores y la izquierda catalana
lo van a tener mucho más difícil. A título de ejemplo, sin los gobiernos de
Felipe y de Zapatero, ya veríamos cuales habrían sido las políticas sociales, económicas
o fiscales que habrían impuesto a Cataluña los sucesivos gobiernos de Jordi
Pujol.
En segundo lugar, no es lo mismo estar inserto
en un estado que se acerca a los 50 millones de habitantes, como es la España
actual, que tener 7’5 millones de habitantes. Su potencial económico, social, tecnológico,
comercial, su capacidad de joint venture y su incidencia política en un mundo
globalizado seria mucho menor. Y no sirve compararse con Dinamarca, Holanda o
Austria (con algo menos de población la primera y algo mas la segunda y
tercera), su inserción política, económica, comercial y de transportes en el
entramado europeo es resultado de muchas décadas incluso siglos de relación y
por tanto muy superior al de Cataluña.
En tercer lugar, en el contexto actual y
de previsible futuro, un estado catalán que haya asumido la independencia de
forma no acordada ni política ni legalmente con el estado español, no es
previsible que sea aceptado en las instituciones internacionales, desde la Unión
Europea al FMI, e incluso no sería fácil que a corto plazo pudiera hacerlo en
la ONU y en sus Agencias sectoriales. Las consecuencias de este aislamiento político
y económico, serían nefastas para la sociedad catalana.
En cuarto lugar, una independencia no
consensuada inevitablemente generaría rechazos en el resto de la sociedad
española, al menos durante varias generaciones. Las repercusiones en materia de
consumo de productos catalanes, de turismo, de cooperación científica, de
relaciones empresariales, etc. serían elevadas y costosas para el pueblo catalán
(y por supuesto para el resto de España.)
Por último, por mucho que consideremos,
con toda razón, a Cataluña como una
sociedad con gran madurez democrática y con fuertes tradiciones de convivencia,
la ruptura independentista provocaría enormes tensiones internas, que ya veríamos
cómo y cuando se podrían superar.
Frente a ese cúmulo de interrogantes y
de inseguridades, quienes en el resto de España queremos que Cataluña siga
enriqueciendo nuestro desarrollo político, económico, social, cultural, etc.
tenemos que ser capaces de demostrar que la alternativa a la independencia no
es el neocentralismo o el inmovilismo suicida del PP. Caben otros escenarios y
muy en especial el modelo federal que la izquierda de ámbito estatal ha
propuesto en los últimos años.
Por tanto tenemos que darnos prisa en
concretar las características de esa España federal, que resulte convincente,
atractiva y respetuosa para la gran mayoría de la ciudadanía catalana.
De todo ello hay que debatir,
serenamente, con claridad y con urgencia.
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