Sucedió hace 50 años, a principios de
agosto de 1965, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Mi padre bajó del
coche, venía de hacer la compra en Xativa. En la replaza del secano estábamos
sentados en mecedoras y leyendo mi madre
y yo. Con cara de enfado y un sobre en
la mano se dirigió a nosotros, diciendo “Esperanza, mira lo que ha hecho el
majadero de tu hijo”. Papá solo utilizaba esa palabra cuando estaba muy muy
cabreado.
Mamá se puso a leer la carta. Era del
Seminario que la Congregación de los Sagrados Corazones tenía en Miranda de
Ebro y daba todas las instrucciones para
mi próximo ingreso el 1 de septiembre: la ropa que debía llevar, los objetos
personales y de higiene y algunos detalles más. Mamá, que estaba al tanto de mi
decisión, aunque no se lo había comentado a mi padre, le contestó “es que Tolo (así me llamaban en casa) quiere
ser misionero y una vez acabado el bachillerato se va al Seminario”.
Papá aun se enfadó más, ante la complicidad secreta de mi madre. “Ni hablar,
este no se va al Seminario de ninguna manera”. Y empezaron a discutir los dos
sobre mi vocación misionera y la llamada de Dios. Papá cortó por lo sano:
“cuando termine la carrera de Derecho, si aun sigue teniendo vocación, me parecerá
muy bien que ingrese en el Seminario” y añadió “además siendo abogado podrá ser
mucho mas útil como sacerdote”.
Mamá siguió insistiendo en que no se podía
torcer mi vocación religiosa. Fue entonces cuando mi padre sacó toda la artillería
pesada de sus argumentos. “Este chico tiene varias novietas, aquí, en Gandía y
en Madrid, es de izquierdas, tiene su cuarto de Madrid lleno de fotos y pósters
de revolucionarios, casi le echan del colegio por melenudo y es un fan de la música
rock. Vamos que no tiene ninguna señal de su vocación religiosa”. Por primera vez intenté intervenir en la
discusión. Expliqué que Juan XXIII también tuvo novias antes de hacerse
sacerdote, y que el mérito era que te gustara salir con chicas, pero que lo
sacrificaras para ser misionero. No le hizo ninguna mella. Y volvió a insistir:
“Tú que tienes unas ideas tan sociales, como Inspector de Trabajo podrías hacer
muchas cosas por la gente pobre”.
Ahí se terminó la discusión.
Subí a mi habitación. No bajé a comer,
aunque mamá vino a consolarme, que no me preocupara, ya que antes o después convenceríamos
a mi padre. Me pasé el resto del día tirado en la cama, llorando desconsoladamente.
De pronto me dí cuenta que lo que más me dolía era quedar tan mal con todos mis
amigos y con los curas y profesores del Colegio, de los que al terminar el
curso me había despedido, anunciando mi marcha al Seminario. ¿Qué iban a pensar
de mí, cuando apareciera en clase a principios de octubre? ¡O que era un mentiroso
o que vaya familia que tenía!
Mis padres siguieron discutiendo toda la
tarde. Tampoco bajé a cenar. Papá, afectado por mi actitud y por las palabras
de mama, hizo por fin una concesión. Anularíamos provisionalmente la
inscripción en el seminario y al regresar a Madrid en septiembre, iríamos los
tres a hablar con el Padre José María Llanos, párroco obrero en el Pozo del Tío
Raimundo y con el Padre Federico Sopeña, párroco de la Iglesia de la Ciudad
Universitaria y gran musicólogo, ambos amigos de papá. “Son dos sacerdotes muy
progresistas y con mucho prestigio, les consultaremos y haremos lo que ellos
nos digan”. Nos pareció una buena solución, ya que tanto mamá como yo estábamos
convencidos de que nos apoyarían sin la menor duda.
Me
tocó el tremendo trago de escribir la carta al Seminario y al Colegio, anunciándoles
que en principio haría Preuniversitario en el Colegio y no me incorporaría al
Seminario.
Quedé mucho más tranquilo y seguí
disfrutando de las largas vacaciones en Xativa. En la Feria de Agosto me
dejaron entrar al Casino Setabense con la pandilla y también me dieron todas
las facilidades para ir a guateques o incluso hacer alguno en nuestro secano.
Papá ponía cara de circunstancias cada vez que me veía bailar agarrado, poco
agarrado, pero agarrado, con Amparo o
con otras chicas o tontear con ellas en la piscina municipal.
Volvimos a Madrid y tal y como habíamos
acordado nos fuimos a ver a Llanos y a Sopeña. Nunca sabré si papa previamente había
hablado con ellos y en ese caso qué les había contado. Lo cierto es que la
opinión de ambos fue coincidente: que hiciera la carrera y después con más
conocimiento de la vida y con mayor madurez, decidiera, que si realmente tenía vocación
no la perdería por esperar cinco o seis años.
Asunto concluido, aunque mamá no quedó nada convencida.
La vuelta al Colegio no fue traumática,
todo lo contrario: Juan Manuel, mi mejor amigo y todos los demás me recibieron
de mil amores. Incluso otro gran amigo, Tato, nos dio la sorpresa de haber
vuelto al Colegio, dejando el seminario donde había estado dos años (se había
echado novia y le pillaron las cartas en el Seminario). Los que no lo llevaron
tan bien fueron los curas, sobre todo mi director espiritual, el Padre Conrado,
que contaba conmigo como futuro misionero.
En Preu me quedé prendado de una amiga,
Maye, con la que estudiaba ruso en Mangold y que solo me quería como amigo y a
la que mis compañeros la llamaban “la camarada”. Y al siguiente verano en Gandía conocí
a Carmina, que me traería a mal traer. Aun y así estuve durante un tiempo
pensando que no era incompatible tener o aspirar a tener novia y mantener la vocación
religiosa.
Años después, cada vez que me detuvo la policía
o papá me encontraba panfletos en casa, mamá le reprochaba: “ves, si le
hubieras dejado ir al seminario, ahora no estaría metido en líos”.
Mi padre, como casi siempre los padres,
tuvo razón, por mucho que me fastidiara.
Si el 1 de septiembre de 1965 hubiera
entrado en el Seminario de Miranda de Ebro, no se qué hubiera sido de mí, pero la
foto que acompaño a este post, que acabo de hacer en el Acuario de Gijón con
mis cuatro grandes amores, no hubiera sido posible.
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