El 25 de marzo de 1957
seis estados de Europa (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y
Luxemburgo), superaban siglos de confrontación política, económica, cultural,
religiosa, de frecuentes guerras e invasiones y decidían iniciar un camino de
paz y cooperación sustentado en principios democráticos. Sesenta años después
el recorrido ha sido impresionante y a él se han sumado otros 22 estados y
cinco más han solicitado su adhesión.
Si sus principales
impulsores políticos (Adenauer, Schuman, De Gásperi, Spaak, Monnet o Spinelli)
socialistas, demócrata cristianos y liberales levantaran hoy la cabeza se
quedarían maravillados de la evolución y logros de lo que en su momento contenía
el acta fundacional de la Comunidad Económica Europea, el Tratado de Roma.
Sin embargo, hay muchos
que consideran que la hoy denominada Unión Europea se ha quedado lejos de las
expectativas y que en el fondo no es más que una burocracia instalada en
Bruselas y Estrasburgo y encima supeditados al estado más potente, Alemania.
Las dificultades que
han tenido que superar la construcción de la Unión Europea han sido
formidables. De hecho, el proceso solo conoció un fuerte impulso transcurridos más
de 25 años, cuando en la década de los 80 del siglo pasado se apostó por dar un
mayor contenido político y social a lo que inicialmente era fundamentalmente un
espacio de colaboración económica.
El proyecto de la Unión
Europea ha tenido poderosísimos enemigos, además de reticentes amigos. Estados
Unidos y la Unión Soviética y los países del bloque soviético recelaban
profundamente de un rival económico y político y de un modelo de bienestar
social del que ambas potencias carecían. Buena parte de los grandes lobbies
empresariales y las grandes multinacionales no se sentían felices de tener que
negociar y en su caso aceptar las directrices de un potente conjunto de
estados, en lugar de hacerlo uno por uno. Los rescoldos nacionalistas, los
nostálgicos de un pasado de expansión de fronteras, nunca aceptaron un
horizonte de libre movilidad de las personas. Y en fin las dictaduras que aun
existían, España, Portugal y temporalmente Grecia, no deseaban una referencia
de prosperidad económica y social y de libertades democráticos.
Estados como Gran
Bretaña, Suiza, Islandia o Noruega, por diversas razones, prefirieron quedarse
al margen para preservar sus intereses económicos o han sido unos incomodos
miembros hasta que han terminado por salir, con una evidente estrechez de
miras, que por cierto no les ha impedido conseguir numerosas ventajas de trato
preferencial, como muy posiblemente intente ahora Gran Bretaña, para paliar los
innumerables perjuicios de un nada meditado “brexit”.
Tampoco hay que ocultar
que una parte de la izquierda europea se opuso y se sigue oponiendo con mayor o
menor insistencia al proyecto de la Unión. Sin ir más lejos, en el seno del
Partido Comunista de España se abrió una crisis cuando a principios de los años
70, Santiago Carrillo propuso apoyar la integración de una España democrática
en lo que todavía era tan solo la Comunidad Económica Europea. Por no hablar
del inmenso error de buena parte de la izquierda francesa oponiéndose en el
referéndum a aprobar el proyecto de Constitución.
La Unión Europea ha
sido un ámbito de solidaridad, que ha permitido a países o regiones sumidas en
atrasos estructurales, alcanzar niveles de progreso y cohesión social que
hubieran tardado largos años en conseguir en solitario y ello gracias a los
diversos fondos de ayuda creados por los denostados burócratas de Bruselas y
Estrasburgo. Esa política solidaria es algo que a muchos ciudadanos de la
Europa más prospera, que pagan impuestos más altos que nosotros, les sigue rechinando; las
intolerables declaraciones del Presidente del Eurogrupo, el socialdemócrata holandés
Dijsselbloem, reflejan ese tipo de reticencias, con hondas raíces, de las
sociedades del norte de Europa hacia los países del Sur.
La Unión igualmente ha
impulsado procesos de modernización legislativa, de integración de políticas
económicas, de difusión de buenas prácticas y experiencias sociales, de
protección del medio ambiente, de defensa de los consumidores, que precisamente
a estados como España nos ha venido muy bien.
Es cierto que en los
últimos quince años el proceso de construcción de la Unión ha sufrido un
importante frenazo y ello por dos razones de compleja respuesta: el rápido
proceso de ampliación y la crisis económica.
La ampliación de 15 a
28 países miembros, integrando especialmente a países del antiguo bloque
soviético con notables rémoras políticas, económicas y sociales, fue una opción
política, sin duda muy discutible, pero comprensible, más aún a la vista de cómo
han evolucionado las cosas en una Rusia con fuertes tendencias autoritarias y
expansionistas. Lamentablemente la mayoría de esos nuevos estados miembros han
sido muchas veces un freno para avanzar en el proceso de convergencia política,
económica y social.
En relación a la
actuación de la Unión Europea en la crisis económica, hay dos maneras de ver
las cosas, ambas ciertas. La Unión Europea y el Banco Central Europeo
reaccionaron tarde y de manera tímida, con unas propuestas basadas en la reducción
del déficit mediante medidas restrictivas del gasto público. Pero también habrá
que pensar lo que hubiera sido de estados como Irlanda, España, Portugal,
Grecia, Chipre e incluso Francia e Italia, sin el paraguas financiero y el
soporte político de la Unión. Estaríamos fuera del euro, posiblemente también
de la Unión y con unos costes políticos y sociales inimaginables.
Es evidente que la Unión
Europea no impulsa políticas socialistas o de izquierdas y ello por una
sencilla razón: la mayoría de la ciudadanía europea, hoy por hoy, vota en sus
países y en las elecciones europeas por partidos de centro o de derecha y la
izquierda, sea la socialdemócrata, la de inspiración verde o la de posiciones más
radicales, no ha sido capaz de convencer al electorado para que confíen en
ellos, tanto en cada país como en el Parlamento de Estrasburgo.
Mientras la correlación
de fuerzas electorales no gire a la izquierda en nuestros países, que nadie
sueñe con una Unión Europea progresista como a muchos nos gustaría.
Los retos que tenemos por delante los
europeos y las europeas son inmensos, desde la superación de la involución en
materia de libertad de circulación de las personas y del retroceso en políticas
de solidaridad con los países del Tercer Mundo, hasta avanzar en la integración
fiscal y bancaria, consolidar y mejorar las políticas de bienestar social y de
protección del medio ambiente, desarrollar las redes telemáticas y también las
redes de transporte, cooperar en materia de I+D+I, mejorar la productividad sin
deteriorar las condiciones de trabajo…etc.
Y seguimos teniendo
poderosos enemigos, Trump, Putin, los partidos de extrema derecha y las
tendencias xenófobas y racistas de una parte de la población.
Pero ¿quién habría
soñado en 1957 con el euro, el Parlamento Europeo, el Tribunal Europeo de Luxemburgo
o cruzar fronteras sin pasaporte, o las numerosas directivas y normas que nos
han convertido en el área geográfica más prospera y democrática del mundo?
Son razones más que suficientes para celebrar este sesenta aniversario, a pesar de todas las
insuficiencias, limitaciones y frustraciones.